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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

El horizonte de una muerte digna tras la aprobación de la ley de eutanasia: “Yo quiero morir porque amo la vida”

Sandra Vicente

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Jesús Blasco cumplió 88 años el día de Nochebuena. Vive en un pequeño piso del barrio barcelonés de la Vall d'Hebron, muy cerca del hospital homónimo donde le trataron un cáncer de garganta que le diagnosticaron en 2017, después de dos años de fuertes dolores durante los cuales, a pesar de haber visitado a diversos médicos, el diagnóstico le fue esquivo. Cuando, por fin, supieron ponerle nombre a su dolencia, la sentencia fue firme: o te operas o mueres. “Cuando me dijeron eso, lo tuve claro. Dimito de la vida”, recuerda.

“Tenía 85 años, ¿de qué me iba a operar yo para vivir poco y mal? Quería irme con dignidad”, afirma. Al pasar las semanas, el dolor se fue haciendo insoportable. No podía tragar ni comer y varias veces pensó en cómo podía irse. Pero en aquel entonces la eutanasia seguía estando prohibida y la que era su intención de esperar la muerte plácidamente se convirtió en un escenario de tremendos dolores y el peor de los finales. “La ley, entonces, solo me daba la oportunidad de rechazar un tratamiento, y lo hice. Pero la alternativa era acabar muriendo ahogado”. Así que Jesús reculó y se operó, explica mientras se recoloca el tubo de la traqueotomía, resultado de la intervención.

Cuando supo de su diagnóstico se acercó inmediatamente a la asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD) que le confirmó lo que ya sabía: sus opciones para acabar con su vida eran limitadas e ilegales. Y, en caso de decidir tirar adelante, debía hacerlo solo. “Me operé por el mismo motivo por el que defiendo la eutanasia: porque no quiero vivir lo que me queda sufriendo”, asegura. Se mantiene firme y fiel a sus ideales, tanto que después de pasar cinco meses intubado tras la operación, se negó a que le volvieran a colocar la sonda: “¡A mí, torturas no!”, exclamó en el hospital. Y, a pesar de las recomendaciones de los médicos, que le prohibieron volver a comer jamás, él se negó: “Yo no puedo vivir sin comer y, por lo tanto, si no puedo comer, me mataré”, dice.

Jesús transmitió a diversos médicos su deseo de morir si su situación empeoraba, “pero me dieron la espalda y lo entiendo. No quiero que nadie sufra las consecuencias de mis actos”, asegura. Jesús, a pesar de que se lo desaconsejaron firmemente, volvió a comer: “Igual que asumí ese riesgo, asumiré mi propia muerte cuando llegue el momento, haya una ley que me lo prohíba o no”, dice, en referencia a la legalización de la eutanasia aprobada por el Congreso. Jesús no se muestra demasiado confiado con esta ley, que llega tras 36 años de lucha y 17 propuestas legislativas desestimadas. “Es un gran paso, pero hay mucha gente que ha sufrido verdaderas torturas durante demasiado tiempo. Cuando vea el primer caso, me lo creeré”, expresa.

“No me duele que mi hijo no esté, sino que tuviera que morir solo”

Una de las familias que sufrió es la de Carme Barahona, cuyo hijo Iván, de 43 años, tomó la decisión de morir solo y sin asistencia hace tres años, después de haber convivido dos con la esclerosis lateral amiotrófica (ELA). Iván padeció una degradación rápida y agresiva que habría derivado en el mismo final que el que le esperaba a Jesús: morir ahogado. “El día del diagnóstico me aseguró que no llegaría hasta el final”, dice Carme, que desde el primer momento aceptó la decisión de su hijo. “Yo no podía obligarle a quedarse conmigo porque el precio que tendría que haber pagado por mi egoísmo habría sido excesivo”, cuenta.

Iván tenía miedo y no quería morir, pero tampoco quería sufrir más. “Mi hijo era un halcón salvaje y la ELA es una jaula del tamaño de un periquito”, explica su madre. Así que cuando vio que no podía más y que su incapacidad empezaba a ser grave, comenzó a investigar de qué forma podía morir de manera plácida y sin implicar a nadie de su familia ni amigos. Antes de la ley de la eutanasia, ayudar a alguien a perecer era un delito que podía suponer penas de cárcel; por ello, Iván se vio obligado a avanzar su muerte para poder morir solo.

“Esperar significaba que mañana quizás no podría mover las manos y no podría tomarse solo la medicación. ¿Y si se le caía el bote? ¿Y si lo amargo del producto le hacía vomitar? ¿Y si no funcionaba bien y no podía llamar a nadie para pedir ayuda y se pasaba horas agonizando?”. Estas preguntas consumían día tras día a la familia de Iván, que iba posponiendo el final. “Nunca es un buen momento si, en realidad, no quieres morir todavía”, afirma Carme. Pero la enfermedad había puesto en marcha la cuenta atrás: “Podríamos haber esperado meses o incluso un año, pero no sabíamos cuándo llegaría el momento en que ya no pudiera hacerlo solo. Y entonces hubiera sido demasiado tarde. Es exageradamente duro”, cuenta.

Iván consiguió el medicamento que terminó con su vida por Internet, casi clandestinamente, sin la ayuda ni la compañía de nadie. “Nos mantuvo al margen de todo el proceso para no implicarnos”. Y de la misma manera discurrió su muerte. Cuando llegó el día, Carme se fue al trabajo y fichó: “Todos nos fuimos porque teníamos que tener una coartada”, recuerda, casi irónica. No descansó hasta que, horas después, llegó a casa y abrazó el cuerpo inerte de su hijo. “El dolor más grande que tengo no es por su muerte, sino porque me obligaron a no poder estar con él, cogerle de la mano y decirle que le quería mientras moría. Fue muy duro estar en el trabajo cuando lo último que supe de mi hijo fue un mensaje que decía ”Gracias por haberme cuidado tanto. Voy a descansar“.

Morir por amor a la vida

“Mi hijo tenía miedo y no quería morir, solo quería descansar, que es muy distinto”, explica Carme, quien asegura que el sufrimiento que sentía Iván no era tanto por la enfermedad sino por la incógnita de una muerte insegura y en soledad. “Hay mucha gente que necesita esta nueva ley”, añade. La propuesta legislativa, que se espera que entre en vigor en marzo, es un gran paso para muchas personas que “podrán alargar su vida hasta el momento en que realmente quieran irse y podrán hacerlo en paz y acompañados”, apunta Nani Hernández, vicepresidenta de la asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD).

Ahora bien, aunque se muestra “satisfecha” con la ley, reconoce que no es la que habría querido. “Se deja muchos supuestos, como el de los menores, ya que no contempla el consentimiento informado, o el de las personas con enfermedades mentales, obviando que el sufrimiento psíquico puede ser peor que el físico”, dice Hernández. Otra de las quejas de DMD es que la ley no contempla el cansancio vital. “Hay quien está cansado de vivir y eso es tan válido como querer descansar de una enfermedad”, relata Hernández. Y es que la ley solo contempla los supuestos derivados de una enfermedad incurable o que provoque un “padecimiento grave, crónico e imposibilitante”, según reza el texto. “Esta ley a mí no me sirve”, sentencia Jesús Blasco: “¿Quién medirá mi dolor y si es insoportable o no?”, se pregunta.

Este hombre, originario de Aragón, dice estar a gusto todavía, a pesar de las molestias causadas por su cáncer. Jesús se pasa el día navegando por Internet y haciendo vídeos con Photoshop y Movie Maker para sus amigos y familiares, que cuelga en su cuenta de Instagram. Ha tenido una “vida plena y trepidante”, afirma. “Le faltan las horas del día”, señala su mujer, Ana María, que asiente solemne cuando su marido expresa su deseo de morir cuando todas las aficiones que le ocupan las jornadas sean imposibles para él. “Haré lo que tenga que hacer”, expresa Jesús.

Asegura que, si la ley no contempla su caso, se las apañará para encontrar algo por Internet para morir. “Creo tener lo que hay que tener para hacerlo solo, pero no me gustaría que fuera así”. Jesús ama la vida que tiene y la que tuvo y lo demuestra hablando durante horas de su juventud, de cómo conoció a su mujer en un baile de verano y de cómo saciaba su hambre de lectura rescatando retazos de periódicos. Justifica su deseo de morir, cuando llegue el momento, demostrando un insuperable amor por la vida. Y así lo piensa también Nani Hernández: “Nuestra lucha no es culto a la muerte: porque amamos la vida, queremos que tenga un final digno”. Un final que puede venir de la mano de una ley que garantice que ningún joven deba morir sin estrechar la mano de su madre ni condene a un anciano a morir en clandestinidad.