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El problema de que España tenga un 40% de sobrepeso y obesidad infantil: “La mayoría lo van a tener toda la vida”

El ministro de Consumo, Alberto Garzón, volvió a abrir el debate el pasado lunes. España tiene un problema de obesidad infantil, vino a decir, y la normativa actual destinada a prevenirlo, en forma de limitación de la publicidad, por ejemplo, no está funcionando. Hablaba el ministro en concreto del hecho de que Galletas Príncipe patrocine a la selección española de fútbol, aunque podía haberse referido a cualquier otra cuestión relacionada, como el etiquetado de los alimentos destinados a esta población (hay quien prefiere llamarlos productos porque ni siquiera cualifican como alimentos).

A criterio de los expertos, la realidad respalda al ministro cuando dice que España tiene un problema con la obesidad infantil. “Los datos dicen que la situación está mal”, confirma Fernando Rodríguez Artalejo, catedrático de Medicina Preventiva y Salud Pública de la Universidad Autónoma de Madrid, “aunque al menos no empeoran y hay ciertos indicios de que pueden estar mejorando”.

Estos datos dicen que 40,6% de los niños de entre 6 y 9 años tienen sobrepeso u obesidad, según el estudio Aladino sobre la Alimentación, Actividad Física, Desarrollo Infantil y Obesidad en España, que presentó el Ministerio a principios de semana. En conjunto, el 20% de los adolescentes presenta esta condición, según el INE. Esta estadística sitúa a España como el cuarto país europeo con mayor prevalencia de obesidad infantil.

Y este problema va más allá del hecho obvio al que apunta esta estadística. “De lo que no se habla tanto es de que, una vez alguien desarrolla obesidad, es muy difícil perder peso”, explica Rodríguez Artalejo. “La inmensa mayoría de los adolescentes obesos lo serán toda su vida adulta, la gente que tiene sobrepeso no lo va a perder con las medidas actuales, es muy difícil cambiar los hábitos. Prácticamente ningún país del mundo ha conseguido más que parar el crecimiento de la obesidad, ninguno ha conseguido descenderla de forma suficiente”, advierte.

La estadística da la razón a Artalejo. En 1987, un 45,3% de los varones tenía sobrepeso u obesidad, según la Encuesta Europea de Salud en España. Hoy el porcentaje llega hasta el 61,4%, lo que supone una subida del 35,5% en tres décadas largas. Las mujeres han seguido un camino similar, aunque en parámetros algo más bajos. Lo que en el 87 era un 33,5% hoy en día alcanza el 46,1%, un ascenso del 29,8%. En ambos casos se observa cómo en los últimos años la subida se ha parado o, al menos, ralentizado mucho.

Las consecuencias de la obesidad en adultos se conocen bien. “La obesidad infantil es el inicio de muchas otras enfermedades relacionadas, que de adultos acaban generando un coste importante”, explica Albert Arcarons, vocal en el Alto Comisionado para la lucha contra la pobreza infantil. Diabetes, enfermedades cardiovasculares, algunos cánceres son las más habituales, “que además aparecerán antes en la vida de la gente. Esto es una pequeña bomba”, advierte el catedrático Artalejo.

Se da, además, otra circunstancia que invita a pensar que el problema se perpetúa entre las familias con sobrepeso, y algo menos en las obesas. Según el estudio Aladino, nueve de cada diez padres que tienen sobrepeso considera normal el peso de su hijo, mientras que los que tienen obesidad son un 40%.

Pero hay una buena noticia. Si bien hasta ahora las políticas para luchar contra el sobrepeso se limitaban básicamente a la prevención porque a posteriori hay poco que hacer, la medicina viene a cambiar las reglas de juego. “Sin medicamentos eficaces será difícil resolver el problema, pero ya hay tratamientos que muestran reducciones sostenidas de entre el 10% y el 20% del peso con medicamentos, sin cirugía. La utilización de estos medicamentos de forma masiva puede ser la solución”, aventura el catedrático.

Menos renta, más obesidad

El estudio Aladino contiene otros datos que vienen a confirmar tendencias conocidas, pero no del todo explicadas. Por ejemplo, el gradiente social “muy claro” por el que la obesidad y el exceso de peso afecta más a las familias más humildes, con menos renta. Dice Aladino que entre las que ingresan menos de 18.000 euros al año hay una prevalencia de exceso de peso del 47,3% (con un 23,2% de obesidad), mientras que entre las que ganan más de 30.000 euros este dato es del 33,7% (11,9% de obesos). Es el fenómeno conocido como la pobreobesidad.

Las causas directas se conocen, explican los expertos, y se resumen rápido: una peor alimentación y unos hábitos vitales menos saludables. Aladino corrobora estas ideas también: las familias más humildes acuden a establecimientos de comida rápida más a menudo que las más acomodadas (un 18,5% va al menos una vez por semana frente al 10,7%) y los niños más humildes consumen más golosinas que los aventajados (11,5% lo hacen varias veces al día frente al 3,9%). En esta línea iba también la reflexión que planteaba el ministro Garzón cuando informó de que en España el 70% de las bebidas energéticas las consumen adolescentes y un 16% son menores de diez años.

¿Por qué sucede esto? ¿Se debe a un nivel sociocultural más bajo que impide a las familias humildes seleccionar bien qué dan de comer a sus hijos? Muchos consideran que esta idea ya está superada. “A veces –reflexiona a título personal Arcarons– hay un poco de paternalismo institucional que nos lleva a pensar que esas familias no saben qué tipo de comida es mala. Lo saben perfectamente”, explica. “No es tanto eso como la simbología de la comida, que para muchas familias es el único momento de decir 'sí'' a sus hijos”, argumenta citando el trabajo de Priya Fielding-Singh.

Esta investigadora ha pasado años estudiando el fenómeno de la pobreobesidad. Lo ha hecho en EE UU, pero los expertos nacionales creen que las conclusiones son trasladables a España. “La mayoría de los padres a los que entrevisté (pobres y ricos) querían que sus hijos comieran alimentos nutritivos y creían en la importancia de una dieta saludable”, escribió Fielding-Singh en un artículo sobre la cuestión, en línea con lo que afirma Arcarons. “Para los padres que crían a sus hijos en la pobreza, tener que decir 'no' es parte de la vida diaria. Sus circunstancias financieras los forzaron a negar todo el tiempo las solicitudes de sus hijos, por ejemplo, de un nuevo par de [zapatillas] Nike, o de un viaje a Disneyland. Esto no solo es difícil para los niños, sino también para los padres pobres, que los deja sintiéndose culpables. De todas las cosas que los padres pobres no podían permitirse, la comida basura era algo a lo que a menudo podían decir que sí”.

El catedrático Rodríguez Artalejo coincide y lo extiende al factor sedentarismo y ejercicio, que también distingue entre familias y renta. El 23,3% de los menores de familias con ingresos mensuales inferiores a 1.050 euros no hace ejercicio. Entre los que ingresan más de 2.200 el porcentaje cae al 8,6%.

“Ocurre lo mismo con la actividad física. Los niveles socioeconómicos más altos están más educados en lo sano, en no tener exceso de peso, probablemente esto se valore en su círculo social y están más dispuestos a hacer sacrificios porque para ellos es importante y además tienen otras fuentes de placer en la vida”, explica. Poder hacer actividades físicas más allá de correr por la calle o jugar al fútbol en cualquier descampado también requiere de un gasto, añade.

En cualquier caso, los hábitos de vida de la sociedad del SXXI llevan a que sean mayoría los niños y adolescentes que no realizan toda la actividad física que deberían. En España, solo el 37% alcanza la hora mínima diaria que recomienda la Organización Mundial de la Salud, según un estudio realizado por la Fundación Gasol.

¿Alimentos o productos?

En principio poco puede hacer el ministro Garzón por cambiar estos hábitos de las personas, por lo que se está centrando en la normativa respecto a la publicidad o el etiquetado, con el objetivo de ofrecer una mejor información a los consumidores. “El Código PAOS no está operando”, explicó el pasado lunes en alusión a esta normativa que debería guiar a las compañías, “no está funcionando para los objetivos que se supone que debe seguir, que es combatir la obesidad infantil, que en gran medida, el vector principal es el consumo de productos no saludables de manera excesiva, especialmente por sectores más vulnerables como son las personas menores de edad”.

Paradigmático ha sido en ese sentido el caso de Nestlé, la mayor compañía alimentaria del mundo, que precisamente esta semana reconocía en un documento interno que el 63% de sus productos no son saludables. “Y no lo serán nunca por mucho que se renueven”, añadía el texto, aunque de este análisis se habían quedado fuera los productos para niños. Pero sí afecta al 96% de sus bebidas y el 99% de los helados.

Gemma del Caño, profesional de la industria y especializada en I+D e Industria y Máster en Innovación, biotecnología, seguridad y calidad, confirma que la industria no está colaborando en la protección de los menores. “Podemos presumir de controles de seguridad alimentaria, pero tenemos que repasar nuestro pasado, presente y futuro respecto a la calidad nutricional de los productos”, arranca. “Empezamos desde muy pequeños con las papillas con maltodextrinas (aunque ponga ”sin azúcar“), induciendo en ellos sabores dulces que después van a necesitar. Pero no nos quedamos ahí, adaptamos de forma innecesaria los 'mis primer', ya sea yogur, cacao... enmascarando productos procesados con gran cantidad de azúcares como si fueran alimentos sanos para ellos”.

El azúcar, un elemento quizá ligeramente infravalorado cuando se habla de la composición de alimentos respecto a, por ejemplo, la grasa. “A partir de ahí –continúa Del Caño– todo es sencillo, sabemos la receta exacta para conseguir que prefieran estos productos frente a los alimentos”. Y la receta exacta se articula básicamente en torno al conocido como bliss point, la mezcla perfecta de azúcar, sal, grasa y textura que convierte a estos productos en prácticamente irresistibles. “La receta de la industria: fórmula de ultraprocesados basada en obtener el bliss point, tapar conciencias (enmascaramos los productos diciendo que tienen vitaminas, o zumo de frutas o ”sin aditivos“ o ”sin porquerías“, como si eso fuera a cambiar la calidad nutricional del producto) y marketing. Si no regulamos al menos dos de ellas, estamos perdidos”.

¿Qué pasa con el NutriScore?

En esta línea de regulación como solución aparece el NutriScore, un sistema de etiquetado que España quiere implementar (ya está activo en otros países europeos), pero que como es habitual en estas cuestiones llega con polémica. El NutriScore básicamente es un método que actúa como un semáforo nutricional que traduce en un código de letras o colores (o ambas) visibles y fáciles de entender la información nutricional que actualmente aparece escrita en pequeño en la parte de atrás de los alimentos.

¿Cuál es la polémica de una idea que, a priori, puede parecer buena? “Que a menudo la información nutricional no refleja toda la información sobre los efectos sobre la salud de un producto”, responde el catedrático Rodríguez Artalejo. “Un ejemplo es el aceite de oliva, un producto muy denso que puntúa muy mal en el NutriScore y hace que saque una C, que es mediocre”. Esto se debe, elabora el experto, a que la información que aparece en la etiqueta de los aceites habla sobre todo de grasas, pero no refleja que “muchos estudios demuestran que el aceite de oliva es un producto muy saludable que se asocia a menos diabetes y menos mortalidad en general”.

Y sin embargo la Coca Cola light, por ejemplo, obtiene una B, lo cual quiere decir que si alguien tuviera ambos productos delante y no supiera nada de ninguno de ellos, pensaría que el refresco es más saludable porque no aporta energía y por tanto sale mejor en el NutriScore. Artalejo sostiene que ni tanto ni tan calvo, que la idea es buena pero hay que pulirla. “Creo que es un paso adelante que tiene el mérito de transformar en términos comprensibles para la población una información que ahora en el etiquetado es casi ilegible y no comprensible, pero también que es necesario resolver estos temas pendientes donde no hay una convergencia entre la información nutricional. Sí al Nutriscore, pero arreglando estas inconsistencias”, zanja.