William Walker llevó el imperialismo privado al extremo: impuso la esclavitud en Nicaragua y cayó intentando repetir su plan en Honduras

Hundido, sin ejército y con la bala ya preparada. A William Walker lo ejecutaron de pie, frente al mar, mientras un sacerdote le ofrecía la última bendición. Se lo llevaron a rastras, no había más batallas posibles.

Era 1860 y, a pesar del tiempo y del polvo acumulado por los libros de historia, aquel fusilamiento selló un mensaje que todavía tiene eco político: en Centroamérica, la soberanía se defiende incluso ante quienes llegan con uniforme y promesas de modernidad. En aquel instante, el aventurero estadounidense que soñaba con un imperio propio ya no tenía nada que conquistar.

La alianza con los liberales nicaragüenses fue solo un trampolín hacia el poder

Aquel final había empezado a gestarse tres años antes, cuando fue expulsado de Nicaragua tras gobernar el país como si fuera suyo. En 1856, William Walker había sido investido presidente tras imponerse en una guerra civil con la ayuda de un ejército de mercenarios.

Desde la Plaza Mayor de Granada, tomó el control del Estado e impuso una serie de reformas que alteraron profundamente la vida política y social del país. Entre otras cosas, restableció la esclavitud, declaró el inglés como idioma oficial y modificó la constitución para adaptarla a los intereses de sus seguidores estadounidenses.

Lo que parecía una alianza temporal entre Walker y el Partido Demócrata nicaragüense había sido en realidad una vía para consolidar su propio poder. Los primeros contactos se produjeron cuando Nicaragua estaba partida en dos y el líder de León, Francisco Castellón, decidió recurrir a su apoyo militar.

Según explica Marshall C. Eakin, profesor en la Universidad de Vanderbilt, Walker aprovechó esa oportunidad para expandir su influencia: “En términos más generales, Walker quería que la región se incorporara de alguna manera a los Estados Unidos”.

La estrategia incluyó no solo medidas internas, sino también un plan de redistribución de tierras basado en la expropiación. J. Ricardo Dueñas Van Severen detalla en su libro que, mediante un decreto, Walker declaró que los bienes de los enemigos del Estado serían administrados por una Junta Especial, encargada de apropiarse de ellos y transferirlos según considerara oportuno. Con ese sistema, buscaba recompensar a sus seguidores y consolidar una red de apoyo en torno a su figura.

Su nuevo intento en Honduras le llevó enfrente del pelotón

Pero el margen de maniobra de Walker pronto empezó a estrecharse. La ofensiva de países vecinos como Costa Rica, Honduras, El Salvador y Guatemala terminó por quebrar su poder militar. Las alianzas regionales, el desgaste interno y el aislamiento diplomático hicieron que su gobierno colapsara en menos de dos años. La situación se volvió insostenible cuando perdió el apoyo logístico de Cornelius Vanderbilt, empresario estadounidense que controlaba una ruta comercial clave entre el Atlántico y el Pacífico a través de Nicaragua.

La caída fue rápida. Walker se replegó, incendió Granada antes de marcharse y regresó a Estados Unidos. Allí fue recibido con entusiasmo, escribió un libro titulado La guerra de Nicaragua y comenzó a buscar apoyos para un nuevo intento. Su obsesión ya no era Nicaragua, sino Honduras.

En 1860 desembarcó en Trujillo con la intención de instalar otro gobierno títere, pero esta vez el margen de error era mínimo. Fue interceptado por un comandante británico y entregado a las autoridades locales para que hicieran lo que tuvieran que hacer.

La sentencia no tardó en llegar. Elaine Santos, investigadora de la Universidad de São Paulo, analiza las consecuencias de aquellas invasiones en clave regional: “Creo que su historia y sus incursiones reforzaron la premisa, especialmente en Centroamérica, de los 'peligros' del imperialismo y la importancia de estar atentos a las amenazas externas”.

Su figura, más allá del personaje histórico, se convirtió en un ejemplo del intervencionismo extranjero y del rechazo que puede generar cuando busca imponerse a golpe de pólvora.

Una vida breve al servicio del intervencionismo y la ambición personal

William Walker había nacido en Nashville en 1824, en el seno de una familia influyente. Estudió Medicina y Derecho, ejerció el periodismo y más tarde se dedicó al filibusterismo. Con apenas 29 años, ya estaba liderando expediciones armadas hacia México, donde se autoproclamó presidente de la República de Sonora tras conquistar dos ciudades.

En palabras del historiador John E. Norvell, su ambición se apoyaba en una convicción profunda: “Quizás creía que el Destino Manifiesto de Estados Unidos era el de anexar el resto del continente”.

Cuando su historia acabó frente al pelotón de fusilamiento en Honduras, Walker tenía solo 36 años. Aquel disparo cerró una época marcada por la arrogancia imperial, pero también abrió paso a una conciencia política que iría tomando forma en los años siguientes. Su legado, aunque indeseado, ayudó a fortalecer la idea de que la independencia no era una herencia, sino una tarea permanente.