Pueblo pequeño, premio gordo, infierno grande
Imagino que ya hay unos cuantos guionistas, directores y productores españoles preparando películas inspiradas en el lío del pueblo leonés de Villamanín con la lotería navideña. Lo que no sabemos es si acabará siendo una comedia costumbrista con final feliz, o saldrá un As bestas con papeletas en vez de molinos eólicos. Lo que seguro no inspirará es el próximo anuncio de la lotería, que siempre es un canto a la generosidad y al amor al prójimo, con gente regalándose papeletas por sorpresa.
Los más de 400 vecinos agraciados de Villamanín tienen un problema. O para ser más precisos: tienen un problema y 36 millones de euros. Así dicho parece menos problema, qué ganas de discutir cuando te han caído del cielo todos esos millones, ¿verdad? Pero resulta que es al contrario: el dinero no alivia el problema, sino que es el problema mismo. Hasta hace una semana convivían en paz, colaboraban en las fiestas populares y agradecían a los chavales que vendían papeletas porque daban vidilla a un pueblo declinante. Ahora, con 36 millones a repartir, todo es bronca, sospechas, acusaciones y viejas rencillas.
Desde fuera no entendemos que no se pongan de acuerdo, con lo fácil que parece renunciar a unos pocos miles de euros y así cobrar todo el mundo un premio con el que antes no contaban. Todos lo tenemos clarísimo, vemos los 36 millones que sí están y no los cuatro millones desaparecidos. Pero no es una cuestión de distancia, creo: no entendemos el desencuentro, no porque no estemos en el pueblo, sino porque no tenemos esos 80.000 euros por papeleta que ellos sí tienen y que nublan sus decisiones. Yo digo con toda seguridad que, si me pasase a mí, renunciaría a un 5% o un 10% para repartir a los afectados, y por justicia incluiría en el reparto a esos chavales que han sido obligados a renunciar a su parte como pena por su despiste. Pero yo no tengo una papeleta premiada, no me conozco en esas circunstancias, puedo mostrarme generoso y acusar a otros de codiciosos.
Los que no somos ricos y vivimos de nuestro trabajo, sabemos que las familias bien avenidas empiezan a romperse precisamente cuando llega el dinero. Una herencia, un piso por vender y repartir entre hermanos, sacan lo peor de cada casa, y se convierten en un problema que no existía cuando no había esa expectativa de ganancia. Si pasa entre hermanos, qué no pasará entre cientos de vecinos, cada uno con sus cuentas de la lechera. Tampoco creo que sea una cuestión de “pueblo pequeño, infierno grande”, que siempre nos encanta señalar al mundo rural como fuente de pasiones oscuras. El verdadero odio no está en los pueblos sino en las comunidades de vecinos de cualquier bloque residencial cuando hay que ponerse de acuerdo en una derrama o pedir a los morosos que se pongan al día. Ahí sí que vuelan puñales.
Siempre que preguntan a los agraciados de un premio qué harán con el dinero, la respuesta suele ser “tapar agujeros”. Ojalá los vecinos de Villamanín sean capaces de tapar el enorme boquete que se les ha abierto. Ánimo.
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