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Sin complejos y sin vergüenza

El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy. / Efe

Rosa Paz

La mayoría absoluta no puede valer para todo. Desde luego no para beneficiar ad eternum al partido que la consigue en unas elecciones, copa el control de las cámaras y aprovecha para hacer las reformas legislativas que favorecen a sus intereses partidistas. Parece un principio básico de la democracia y si no está así establecido en la Constitución debería incluirse. Porque no puede ser que el voto que los ciudadanos emiten en un momento determinado le dé al grupo ganador tal capacidad de maniobra legislativa que acabe manejando las normas a su gusto para, por ejemplo con la elección directa de alcaldes que plantea ahora el PP, tratar de perpetuarse en el poder. En este caso en algunas alcaldías en las que teme perder la mayoría absoluta. La de Madrid, sin ir más lejos. El problema no está en el sistema de elección de los alcaldes, que no tiene por qué ser en sí mismo ni mejor ni peor. El problema estriba en cómo y con cuánta urgencia se plantea una reforma electoral de calado, que precisa de mucha reflexión y se debería abordar con un amplio consenso.

Pero han sido los resultados de los comicios europeos, en los que el PP cayó 16 puntos, y los sondeos, que llevan meses augurando la posible pérdida de las joyas de la corona pepera, los desencadenantes de las prisas que le han entrado al Gobierno de Mariano Rajoy para urgir, a nueve meses de las elecciones, ese cambio de la ley electoral. Sin ningún consenso, pero también sin complejos, como abordaron la reforma laboral o la reforma educativa, y sin que les produzca vergüenza alguna que quede tan nítidamente claro que el objetivo que buscan con ella es conservar el poder municipal. Lo peor es que, encima, la propaganda gubernamental intenta colarla como una medida de ¡regeneración democrática!

Parece que en el PP no han entendido todavía el grado de irritación de los ciudadanos, las causas que provocan y el hartazgo que les produce que aún haya políticos que les tomen por tontos. O a lo mejor piensan que –pese a resultados electorales y sondeos– ese cabreo no ha alcanzado a sus electores. O no tanto como para que se enfaden más si ahora les tratan de vender como regeneración lo que parece más bien una cacicada. Porque no se percibe una demanda social desbordante, ni razones de estabilidad en los gobiernos municipales que la hagan imprescindible. La ley ya se modificó en 2010 –y con amplio consenso– para dificultar las mociones de censura promovidas por tránsfugas, que eran una lacra para la gobernabilidad de los ayuntamientos. Así que ahora todo apunta a que se trata de impedir que los pactos del PSOE con los grupos a su izquierda les arrebaten los grandes ayuntamientos.

Por esa razón acompañan el intento de cambio legal con un discurso que pretende satanizar los acuerdos postelectorales. Esos que se alcanzan en todas las democracias para que gobierne quien consigue la mayoría de la representación en las instituciones directamente en las urnas o por alianzas de varias fuerzas. Se olvidan, por cierto, de que en 1989 el PP le quitó la alcaldía de Madrid al socialista Juan Barranco con un pacto con el extinto CDS, partido al que pertenecía el alcalde sustituto, Agustín Rodríguez Sahagún, y que había tenido un 14,5% de los votos, 25 puntos menos que el PSOE, que, a su vez, le había sacado siete puntos al PP. Claro que a lo mejor piensan que aquello era el pleistoceno de la reciente democracia. O que si volvieran a darse esas circunstancias –que el PSOE o cualquier otro grupo de la izquierda gane sin mayoría absoluta– pues se cambian las leyes y aquí paz y después gloria.

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