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El cocinero, la princesa, el químico y su cerveza

Miguel Roig

En su edición del mes de marzo de 2010, la revista Vanity Fair publicaba un extenso reportaje sobre los Príncipes de Asturias. A pesar de ser un trabajo autorizado por el palacio de la Zarzuela, se aventuraban afirmaciones sobre la Princesa de Asturias desde la perspectiva del marketing. Así, entendiendo a la Princesa como una marca, afirmaban que “Letizia vende. Ocho veces más que el Príncipe. Veinte veces más de lo que venden los Reyes”.

Una de las derivadas de la actual globalización es el desplazamiento de la mayoría de actores sociales e instituciones a la condición de marca. Como tal se los valora y aprecia por su plasticidad no ya en el rol original sino por el rendimiento, el beneficio que aportan. De la misma manera que los ciudadanos pasan a ser consumidores y se valora el espacio que ocupan por la capacidad de consumo y el consiguiente flujo financiero que producen, esos espacios antes entendidos como Estados hoy se aprecian como marca. Frente a los mercados, España es una marca que según cómo se venda cotizará al alza o, por el contrario, se encienden todas las luces rojas y se hacen recortes infinitos, con el afán de otorgar salud a la marca. La pérdida de condición de Estado soberano se consolida cuando los ciudadanos pierden no ya sus privilegios sino sus derechos básicos. Es habitual escuchar a políticos o intelectuales hablar de la marca Madrid, a propósito de su condición de eterna candidata para los Juegos Olímpicos, o de cualquier club de fútbol como tal, después del desplazamiento de su condición de institución social a empresa generadora de contenidos deportivos. A esa condición no escapa la Casa Real, una marca que, francamente, pese a que la revista Vanity Fair, un medio atento al pulso social, describía a Letizia Ortiz como “el último flotador de la monarquía española”, necesita un nuevo diseño, un upgrade, es decir, una especie de renovación en el lenguaje del marketing o, finalmente, una retirada del mercado.

La revista Esquire, que no compite con Vanity Fair sino que se complementa en la franja de publicaciones orientadas al sector socioeconómico alto, el que aún conserva capacidad de consumo, en su edición del mes de junio de 2011 llevaba a su portada una fotografía del rostro del cocinero Ferrán Adrià. Su nombre aparecía solo al pie de una frase (“'Más vale sardina buena que langosta mala', Ferrán Adrià, icono mundial”) con una tipografía ínfima, una manera de expresar el modo con el que Adrià se significa con sus creaciones consistentes en raciones pequeñas, mínimas, cuya grandeza está en el sabor, el color, la textura, nunca en el tamaño. En lugar de su nombre y con el tamaño tipográfico en el que este tendría que haberse escrito, se lee: “Esta portada huele”. Al pie de la foto, aparecía esta instrucción: “Frota nuestra cabecera y descubrirás el aroma que inspira elBulli”. En efecto, si se frotaba la cabecera de la revista, el papel emanaba un leve olor a sal, o en todo caso una suerte de condimento de difícil identificación. Luego, en el interior de la revista había, a modo de instrucciones, una descripción con viñetas de los pasos a seguir para experimentar con la portada. Es significativo que en el último paso, el de la inhalación, se sugiriera cerrar los ojos “para no distraer el resto de los sentidos”. Había también un pequeño reportaje sobre cómo se logró tecnológicamente esa portada especial. Se presentaba a Dario Sirelol, un químico que trabaja habitualmente con Adrià y que creó ese aroma para Esquire. Sirelol aseguraba que el aroma se había diseñado a partir de algas marinas y que la intención era recrear el aire que se respira en la cala del Mediterráneo donde está el restaurante (hoy cerrado al público) y apuntaba dos razones: es el aroma que ha aspirado e inspirado a Adrià durante décadas y, a la vez, una manera de acercar elBulli a quienes nunca han estado allí, ofreciéndoles el mismo aroma que se percibe en el lugar. Más adelante, hojeando la revista, uno se topaba con una doble página con una foto de una playa de piedrecillas en una cala y en la página de la derecha, Adrià, sentado, mirando el mar con los pies descalzos pero vistiendo su uniforme de trabajo. Junto a él hay una botella de cerveza. La etiqueta en el foco de la cámara indicaba que se trataba de la cerveza Estrella Damm. En la página izquierda, sobre la línea del horizonte sobre el mar, el logo de Estrella Damm y una palabra debajo, Mediterráneamente. Algunas páginas más adelante, en el sumario, la figura central es Adrià y se nos remite a la entrevista que se le hace en ese número. La conversación se presentaba en una doble página y en la impar se leía: “Ferran Adrià. Chef, revolucionario, genio, icono mundial. L’Hospitalet de Llobregat, 49”. En la página par había una fotografía del torso de Adrià. En las dos páginas siguientes aparecía otra imagen de Adrià con la entrevista. Finalmente, las siguientes cuatro páginas estaban dedicadas a la narración que dos periodistas de Esquire hacían de sendas cenas que disfrutaron, en noches distintas, en elBulli.

Todo lo narrado hasta aquí es el relato de una marca. O de dos, porque Esquire también lo es. La expansión de Ferran Adrià como marca es notable, ya que ha hecho de su oficio un arte, así reconocido por la edición de la documenta que en 2007 designó a elBulli como parte extramuros de esa exposición quinquenal de arte contemporáneo celebrada en la ciudad alemana de Kassel que goza de una enorme popularidad. El alcance de la marca Adrià es tal que afecta positivamente al resto de los cocineros españoles resignificándolos. Si Adrià es un artista del mismo modo que lo es el plástico Miquel Barceló, ¿por qué no lo son también Sergi Arola o Martín Berasategui? Y una revista como Esquire puede también modificar su oferta y dar un plus a su marca reinventando el formato y ofreciendo un aroma en su portada. Ese aroma que intenta emular al que se siente en elBulli es un significado más de la esencia de la marca. Las creaciones de Adrià son únicas, pero tangibles y volátiles, carácter que forma parte de la condición efímera de la comida, consumo extremo por naturaleza, ya que se ingiere y se tira. Y la marca se expande a otras marcas, como la cerveza Estrella Damm que se beneficia de todo el imaginario que representan Adrià y el Mediterráneo. En definitiva, la comida, punto de partida desde el cual es posible un relato de marca de Adrià. Como lo es el déficit cero para la Marca España, los Juegos Olímpicos para la marca Madrid o Letizia Ortiz para la marca de la Casa Real. Tangibles que circulan en el mercado ante un consumidor que pierde su condición de ciudadano, un intangible en vías de extinción.

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