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Contra la corriente, o en defensa del sistema

La Puerta de los Leones del Congreso estrena hoy iluminación de bajo consumo

José Manuel Rodríguez Uribes

Un mundo con normas, eso es precisamente la democracia constitucional que nos hemos dado, en España desde 1978, y que debemos preservar para no volver a las andadas o para que no la destruyan unos u otros, desde dentro o desde fuera del sistema. Reglas, por tanto, para todos (gobernantes y gobernados) y para todo (organización territorial del Estado, prevención y combate de la corrupción, etcétera) menos para la ética privada, donde la única norma debería ser la conciencia individual. Por eso cuando en el espacio público, político o económico, aquéllas se olvidan o no existen la consecuencia no es otra que el abuso, el exceso, el daño al más débil, la corrupción o el enriquecimiento ilícito o desmesurado. Crisis y más crisis, económica, social, medioambiental, política y moral; desconfianza y más desconfianza, que es lo único que no resiste la democracia constitucional como recordé en esta misma Agenda Pública.

No hay que ser particularmente hobbesiano para saber que necesitamos reglas, la historia nos lo enseña, que el anarquismo político es infantil y que el económico es egoísta y cruel. Somos inevitablemente seres sociables, desde Aristóteles, por tanto, animales políticos. La sublimación de la individualidad y de la soledad, una estética del fatalismo y del retiro que encontramos, por ejemplo, en el gran Pessoa influido por el Ciudadano de Ginebra, o en Shopenhauer, es materialmente imposible en su universalización además de un signo de trágico pesimismo y de desesperación sobre la condición humana, incompatible con la vida social. “Por lejos que se busquen ejemplos en el tiempo y en el espacio –escribió en este sentido Lévi-Strauss- la vida del ser humano se inscribe en marcos que ofrecen rasgos comunes. Siempre y en todas partes el hombre vive en sociedad”. Sólo cabe, por tanto, esta vida compartida, la intersubjetividad y la alteridad permanente, incluso en el mejor de los casos, la amistad que compensa nuestro egoísmo y nuestra falibilidad. “Ansiamos la amistad porque somos seres sociables –escribirá también Paul Auster-, nacidos de otros seres y destinados a vivir entre otros seres hasta el día de nuestra muerte”. Esta sociabilidad amistosa, la antítesis de la guerra, requiere el respeto mutuo, la tolerancia positiva y nos sugiere la simpatía y la solidaridad, para ser mejores o para no perder, según los casos. Las desigualdades originales, naturales, económicas o sociales (pobres y ricos, vulnerables y fuertes, sabios o ignorantes) sólo pueden ser corregidas y equilibradas con reglas compartidas y con un reparto democrático del poder. Sin aquéllas o sin éste sólo hay violencia, miseria, oscuridad, destrucción...

El gobierno de las leyes propio del constitucionalismo de nuestro tiempo es así el ideal regulativo que inventa la mejor civilización y la mejor modernidad especialmente a partir de Montesquieu; y la democracia, la única forma de gobierno justa y, en cierto sentido, posible. Uno y otra aspiran a sacarnos del caos previo, de la violencia desenfrenada, o de un poder que siempre tiende a abusar, el del Estado o el de la sociedad y otros poderes económicos, incluso el de uno mismo como con la antigua venganza privada.

Se pensó también como instrumento de protección del débil, que únicamente puede “agarrarse”, “aferrarse” a las normas “para sobrevivir” frente a quien no las necesita, frente a quien le basta con su fuerza o con su riqueza. Para el fuerte las reglas son precisamente un engorro cuando no un inconveniente serio que hay que sortear en su afán de enriquecimiento o de infinita ansia de poder.

Es asimismo la garantía de una justicia formal, que no es impunidad pero sí limitación racional y humanizada del uso de la fuerza. Es sinónimo de igualdad (ante el Derecho), igualdad de trato, es decir, como barrera frente a la arbitrariedad o la discriminación. No se busca la satisfacción a toda costa de la justicia material a través de una aplicación tópica, habitual en el viejo Derecho. Aquí no pasa de ser, en palabras de Viehweg, “una técnica del pensamiento que se orienta hacia el problema” pero que está sometida al valor prioritario de la igualdad formal y de la seguridad jurídica que provienen sobre todo de la idea de sistema, de la uniformidad y de la universalidad de las normas, exigiendo por tanto, cuando aquélla se aplica, un plus de justificación; o porque se busca una cierta igualdad material o porque se pretende proteger la singularidad y la diferencia positivas.

Por consiguiente, el problema no es del sistema, no es de la democracia constitucional, necesariamente parlamentaria y representativa aunque se complete con otras formas de participación. El sistema goza de un diseño teórico y normativo, si no perfecto, sí armónico y sofisticado para buscar siempre el equilibrio, que debe beneficiar especialmente a los que parten del lado bajo de la balanza. El problema es y ha sido de algunos que lo han usado para el aprovechamiento propio, torciendo sus reglas, abusando de la confianza de los ciudadanos, jugando sucio, usurpadores muchos de ellos delincuentes. Pero sin el sistema estaríamos peor, desnudos ante su fuerza y su ambición. Esos mismos hubieran campado a sus anchas, todavía más, sin posibilidad de sanción e incluso legitimando sus “nuevas propiedades” para la historia. Por tanto no se trata de acabar con el sistema del 78, aunque debamos actualizarlo, sino de hacerlo cumplir, de aplicarlo en toda su extensión, de profundizar en sus amplias posibilidades, vigilando especialmente al vigilante y sin caer seducidos por los cantos de sirena de oportunistas salvadores…No otra vez.

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