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Viñetas para no olvidar el terror del bombardeo de Gernika

Extracto de la portada de 'La muerte de Guernica' de José Pablo García.

Francesc Miró

El 26 de abril de 1937 era día de mercado en Gernika, una pequeña población perteneciente a la comarca de Busturialdea. Aquella tarde, cruzaron su cielo 31 bombarderos y 26 cazas pertenecientes a la Legión Cóndor alemana y la Aviazione Legionaria italiana. Modelos Heinkel, Junkers, Savoia-Marchetti, Messerschmitt, Fiat y Dornier bombardearon la ciudad sin descanso durante tres horas y aniquilaron todo lo que encontraron a su paso. Entre población autóctona y refugiados había aquel día -al menos- 10.000 personas en Gernika.

Cuando se cumplen ochenta años del bombardeo, la editorial Debate publica La muerte de Guernica, segunda adaptación en viñetas de un texto del hispanista Paul Preston en manos del dibujante José Pablo García. Una obra minuciosa tanto en su acabado formal como en su extensa documentación y contextualización de un hecho clave de nuestra historia.

Un acto de terrorismo

El bombardeo de Gernika no fue un hecho aislado ni fortuito. Tras la derrota que había sufrido en Guadalajara, el 20 de marzo de 1937, Franco se vio obligado a cambiar una estrategia militar que había centrado sus esfuerzos en la toma de Madrid. Convencido por el general Hugo Sperrle, comandante de la Legión Cóndor, decidió poner en marcha una campaña ofensiva en el norte de España que produjese un efecto dominó cuya primera pieza iba a ser la toma de Bilbao.

Con este objetivo, Franco inició una estrecha colaboración con la Legión Cóndor nazi para facilitar, con su apoyo aéreo y su tecnología, el avance de posiciones en el norte del país en general y en tierras vascas en particular. Una decisión que hizo que los alemanes tuvieran voz decisiva en la campaña. “Prácticamente estamos al mando de todo sin ninguna responsabilidad. Soy un comandante omnipotente y efectivo, con un mando tierra-aire eficaz”, escribió Sperrle días antes de arrasar Gernika.

Franco esperaba que con semejantes aliados todo el norte de España cayera en menos de tres semanas. Los vascos resistieron en el frente con más tenacidad que recursos. Tras varios días de campaña, los avances eran mucho menores a los esperados, así que el bando golpista dio el visto bueno a una medida más extrema que el simple ataque a las tropas republicanas por tierra y aire. Empezaron entonces “los bombardeos destinados a aterrorizar y desmoralizar a la población civil y arrasar las comunicaciones viarias a su paso por los municipios”, describe Paul Preston. Una táctica que se inició con la destrucción de Durango y el ataque a Ochandiano, pueblos próximos a Gernika.

Preston, catedrático de Historia Contemporánea española y director del Centro Cañada Blanch de la London School of Economics, tiene claro que el bombardeo de fue un acto pensado, un ataque terrorista –buscaba la dominación por terror– dedicado a masacrar a la población civil como estrategia militar para minar la moral republicana. Por eso, La muerte de Guernica dedica tantas o más páginas a la explicación de las razones del ataque, que al ataque en sí mismo. No estamos ante una narración convencional de un hito histórico, sino ante un estudio en formato de novela gráfica que desmenuza el antes y el después de los hechos acaecidos ese lunes 26 de abril de 1937.

La importancia de la palabra

La muerte de Guernica da preponderancia a la narración sobre la acción. Y no lo hace precisamente mediante unos protagonistas que hagan avanzar su historia, puesto que no los tiene. Como ya hiciese Paul Preston en su ensayo homónimo, esta novela se teje mediante testimonios directos y datos contrastados que convierten el bombardeo en la tragedia de rango histórico que es, mucho más lejos de lo que sabemos por la obra de Picasso o por lo que el cine nos ha contado.

“Llego a Bilbao con el alma destrozada después de haber presenciado personalmente el horrendo crimen que se ha perpetrado contra la pacífica villa de Guernica, símbolo de las tradiciones seculares del pueblo vasco. Un pueblo creyente asesinado por criminales que no sienten el menor alarde de humanidad”, relata el padre Onaindia, testigo ocular, en las páginas de La muerte de Guernica.

“Otras experiencias de bombardeos he tenido más tarde en Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial. Pero nunca me sentí tan desamparado y tan víctima indefensa como aquel 26 de abril de 1937”, afirmó tiempo después.

“Guernica, la ciudad más antigua de los vascos y centro de su tradición cultural, fue destruida por completo ayer por la tarde en un ataque aéreo de la insurgencia”, escribió George Steer, corresponsal de The Times en España durante el conflicto. “El bombardeo de esta ciudad abierta situada muy por detrás de las líneas duró exactamente tres horas y cuarto, durante las cuales una poderosa flota de aviones no cesó de arrojar artefactos sobre la ciudad. Los cazas, entretanto, descendían sobre el centro de la ciudad para acribillar a la población civil”, describiría el periodista.

El padre Onaindia sufrió el rechazo de la Iglesia española encarnada en el cardenal Gomá, que apoyó el golpe de Franco y respondió a Onaindia con un espeluznante “los pueblos pagan por sus pactos con el mal y su protervia en mantenerlos”. También el acoso con una campaña de desprestigio orquestada por la prensa franquista. Más de lo mismo le pasó a Steer, que en nuestras fronteras fue denigrado profesionalmente durante años y acusado de que todo lo que había contado en sus crónicas -que habían dado alcance internacional al bombardeo- era falso. La versión española era que la ciudad había sido dinamitada por saboteadores vascos.

La muerte de Guernica recoge sus palabras y les da el peso que merecen, olvidadas durante años por un silencio que era capaz de acallar el silbido de las bombas al caer, y hasta su estallido.

Un bombardeo azul y gris

A pesar de lo que pueda anunciar su portada, el color no es el fuerte de La muerte de Guernica. Más allá de su dibujo de trazos sencillos y estilo descriptivo por funcional, la obra de José Pablo García vuelve imperiosa su lectura gracias a su utilización del color. Esta novela gráfica sitúa la prosa de Paul Preston lejos de la cuatricomía, en un estilo que recuerda al blanquinegro del cómic primitivo pero que tiene su razón de ser en las dos tintas propias del tebeo del régimen durante el franquismo.

En su anterior adaptación de la obra de Paul Preston, La guerra civil española, optaba por tonos sepia, por momentos rojizos y anaranjados, que daban cuenta de esa atemporalidad. Pero esos tonos ya no se aplican en La muerte de Guernica: ahora son el azul y el gris los que dominan las viñetas.

Gracias a su inteligencia al servicio de los hechos narrados, se percibe una consciente omisión del horror, de la sangre difícilmente plasmada en azul, y de su interpretación del texto de Preston, tan fiel que resulta fría. La muerte de Guernica no necesita emocionar pues su mayor valedor es el rigor histórico. El poder de unas didascalias -cartelas explicativas- que son la voz de Preston, pero también las de Onaindia, Steer y tantos otros cuyo relato nunca escucharemos.

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