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El pueblo es parte de mi vida

Javier Caro

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Tumbados en la cama, con su sonrisa en la cara mientras me cuenta historias de su pueblo, de la banda de música, de las fiestas, de la peña, pasamos una noche de charla. Una noche calurosa de verano. Historias que explica con los ojos encendidos, como si viera las escenas proyectadas en la retina, mirando al oscuro techo, como si estuviera dentro de ellas. Las revive y las disfruta. Quiere ver a la gente, a su gente, a la que la conoce desde hace años. Nos contamos la vida, y en esa vida, en ese rollo de celuloide mental que es el recuerdo, aparece Tobarra, el pueblo que me vio crecer, el de mi infancia y juventud. Ese lugar donde los primeros destellos de libertad se mezclaban con alcohol, rock en garitos y tambores de Semana Santa. Recordé mi vida y la de otros que me han acompañado en ella, también recordé con sorpresa que hacía años, demasiados, que no iba, que no sentía en el paladar el olor a las fiestas, a las noches pegajosas paseando por sus calles y sus cuestas. Los churros con el estómago vacío o las carpas donde siempre protestábamos por su pésima calidad musical (nosotros siempre esperábamos rock).La gente que ves una vez al año, y de la que te alegras mucho de ver, y con la que hablas del pueblo, de lo que pasó en las fiestas pasadas o de anécdotas, como si nada más importara. El pueblo estaba igual, o quizás era yo el que no había cambiado, el que por desgracia se había quedado en algún lugar sin avanzar. Allí estaba la Mary, con su sonrisa y sus perras;Rosi, con sus oposiciones o Uge con su hijo Enzo, que está a punto de cumplir un año. Y estaba yo, que no había pisado el pueblo en años. Era como si hubiera salido un momento de la sala de cine al baño, me hubiera encontrado con alguien y al entrar de nuevo, todo lo que acontece en la pantalla fuera nuevo. Los mismos personajes pero evolucionados en sus vidas. Aunque en el fondo, el cariño seguía intacto y todo se reestablece en cuestión de segundos. En el pueblo, yo que provengo de la ciudad y mis padres no tenían un lugar de asueto estival, era todo otro mundo. La primera vez que entraba en una discoteca, no sé, tendría catorce o quince años, y allí estábamos, como si estuviéramos haciendo algo malo. La primera verbena, la primera borrachera (de la que conservo fotos tremendas), las primeras chicas, esas que veías en el paseo o en las carpas, esas que iban con amigas y que desconocías por completo si eran del pueblo o forasteras. El kiosco donde siempre comprábamos guarradas, y de paso nos reíamos cambiándole el canal de televisión al porno a la pobre mujer, o los “garutos”, donde intentábamos entrar y conseguir algo de cerveza o “paloma”. El primer beso, con Estopa de fondo, en una discoteca ya desaparecida, y cierta sensación de triunfo inútil. Pero por encima de todo la libertad, esa libertad que nos embriagaba, que nos hacía sentirnos felices esos días que nos marchábamos de la ciudad. Teníamos un lugar dónde ir, un sitio donde nos esperaban y donde todo, o casi todo, era diferente. Allí éramos otras personas, teníamos otros amigos y hablábamos de otras cosas. Un día a la Canal, allí a sentarnos y poner los pies al remojo, otro a coger albaricoques, con las legañas en los ojos y el frío en las manos. Bebernos unos Latinos en el Pipper´s con Extremoduro de fondo, comernos una pizzas enormes en El Tío de la Pipa, unos Gofres en El Argentino o aporrear el tambor en la calle del Fuego. Esa tranquilidad y sencillez era la que te atrapaba, la que te hacía marcharte de allí con lágrimas en los ojos, como la primera vez que fui, que recuerdo llegar a la ciudad con los ojos enrojecidos. Yo quería quedarme allí. Era mi Arcadia particular. Tener un lugar donde ir, donde llegar, donde te esperan, eso es algo valioso, una sensación indescriptibles, de las que te llenan el alma. Como cuando vuelves a casa y te espera tu chica, la ves y el mundo parece tener sentido. Regresaba al pueblo con múltiples sentimientos encontrados: este año volvía porque no quería dejar solos a gente que quiero mucho en el primer año de fiestas sin la matriarca familiar. Este año había muerto la madre de mi amigo. Una mujer que nos había aguantado años, que nos había tratado como parte de la familia (de hecho, para mi son mi familia), que siempre nos había esperado con los brazos abiertos. Este año no la hemos visto pasear con su marido y amigos por los bares del centro, Los Arcos o el Totoni, éste año no hemos comido con ella, ni nos ha preguntado si la noche anterior habíamos triunfado. Este año mientras veíamos los fuegos artificiales que despiden las fiestas, y mi amigo me preguntó si me había dado cuenta que era e primer año sin su madre. Claro que me había dado cuenta, porque tanto ella como todo lo que envuelve al pueblo son parte de mi vida, y ahora se ha quedado un poco más vacía. Aquella noche mientras hablábamos del pueblo sentí muchas ganas de volver a aquellos años, ella me lo contaba con devoción, yo la escuchaba y sentía cada palabra como mías. Gracias por esas condencias.

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