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El sueño ibérico y la Olimpiada

Maragall, junto a los voluntarios olímpicos y la mascota Cobi

Antonio Vélez Sánchez, ex alcalde socialista de Mérida

Si los federalistas catalanes de la Primera República Española - “La Gloriosa” – levantaran la cabeza y vieran esta deriva, alucinarían. Ellos, que confiaron a la educación y a la cultura generalizadas el proyecto de una humanidad democrática, tolerante, justa y solidaria, no podrían entender lo que está pasando en Cataluña. Ni siquiera el ideal romántico de la libertad (“es mi barco mi tesoro, es mi dios la libertad…”), válido contra el status feudal y germen de los nacionalismos decimonónicos, podría darles una respuesta racional, en esta sociedad instruida y globalizada que ellos hubieran pretendido como la meta de sus sueños.

Unos sueños que ellos elevaron a la dimensión ibérica, ese viejo espacio que cerraba el Mediterráneo y abría el horizonte Atlántico, “Ultramar”, al alimón con Portugal. Impensable, ahora mismo, a río tan revuelto. Ese propósito que, incluso después y en otro ámbito operativo, adoptaron los anarquistas que fundaron la FAI.

Asistimos, ahora, a un proceso inexplicable, desde el rigor convencional de la nueva organización geopolítica continental, con Europa como soporte de unos Estados que se afirman, más en el caso español, en siglos de cohesión. También de guerras insistentes, inacabables, nacionalismos de por medio, que obligaron a un esfuerzo gigantesco de urdimbre y entendimiento, tras el segundo conflicto mundial.

Surgen entonces las preguntas, sobre las razones por las que una parte del pueblo catalán se ha dejado manipular, embaucar, por quienes no ofrecen propuestas de bienestar colectivo, contabilidades reales para conseguirlo pero sí emociones de corto alcance que terminan, siempre, en el desgarro social. ¿Buscan, algunos, cerrar vergüenzas de robos sectarios y tribales, para convertir en héroes a los ladrones? ¿Pretenden, otros, pasar a la historia al ritmo que marcaran los soviets, recogida por John Reed en sus “Diez días que estremecieron al mundo”. ¿Pero, donde está la “famélica legión” para justificar tanto mimetismo con la historia, a tan elevado precio social? Tal vez no faltarán, incluso, quienes quieren hacerle el trabajo a terceros, los que quieren dominar el comercio mundial o pretenden una nueva geopolítica a la medida de sus intereses.

¿Nuevos zares? Para eso es vital erosionar Europa. ¿Empezando por Cataluña el efecto dominó? Cualquiera sabe si no es esa una de las claves de este envite y su financiación. La Unión Europea debiera estar ojo avizor en defensa de su proyecto. Macron, el presidente francés, lo está percibiendo, como se deduce de sus últimas apreciaciones y propuestas. Europa y su fuerza, por encima de los mercaderes y sus estadísticas. Poder político y decisiones contundentes para preservar el esfuerzo y la herencia de tantas generaciones. El Estado, Europa como suma de Estados, tiene el derecho democrático de defender sus postulados de estabilidad y progreso colectivos. Si no actúa en el problema de Cataluña va a poner en almoneda el futuro de todos.

Es curioso, pero ahora, al hilo de los comportamientos tan miserables de una parte de la sociedad catalana, empeñada en el egoísmo y, por qué no decirlo, en el odio y la insolidaridad hacia otros españoles, que aceptaron a Cataluña como faro democrático y locomotora económica de España, me viene a la memoria la Olimpiada de Barcelona. ¿Alguien piensa que Cataluña, sin España, la hubiera conseguido? De ninguna manera. Lo digo con conocimiento de causa, por encontrarme, entonces, en una atalaya política excepcional para afirmarlo. Barcelona no habría logrado la Olimpiada de 1992 sin tener detrás al Estado Español. Madrid, con mayor capacidad para albergarla, hizo un gesto generoso y apoyó al hermano rebelde, disconforme y mimado, para que brillara ante el mundo. El Gobierno Socialista respaldó sin fisuras aquel reto. ¿Así paga ahora Barcelona y Cataluña esa renuncia? ¡¡ Qué ingratitud ¡¡

Revueltos tiempos para la convivencia en este secular proyecto que dimos en llamar España. Con Cataluña como la pionera de tantas metas progresistas y múltiples ilusiones sociales compartidas. Las mismas que una minoría se obceca en dinamitar. Sin explicar racionalmente, por encima del decepcionante simplismo de “España nos roba”. Qué pobreza de conclusión para la grandeza intelectual de aquellos federalistas catalanes ilustrados de finales del siglo XIX. Solo deseo que el Estado, con la fuerza de la razón funcional de su existencia, garante de la mayoría social de un proyecto compartido en la Historia, restituya la normalidad democrática. Incluso al máximo precio que pudiera exigirle tan larga convivencia.

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