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Sergio del Molino: “Los intelectuales no han sabido dar un nuevo discurso a la izquierda y los de mi edad llegamos tarde”

Sergio del Molino

José Miguel Vilar-Bou

En 2016, Sergio del Molino recibió una llamada del que fue su profesor de filosofía en el instituto y después amigo: Antonio Aramayona. Le anunció su propósito de suicidarse. Aramayona, hombre de fuerte personalidad, carismático, había alcanzado fama como activista en favor de la muerte digna. Así arranca “La mirada de los peces” (Random House), libro con el que Del Molino regresa tras “La España vacía” y en el que, además de rememorar a su carismático maestro, hace un retrato generacional y de la vida de barrio en la España de los 90. En esta entrevista, conversa sobre el sentimiento de culpa, el impudor en la literatura y la infantilización y pérdida del humor en “una sociedad cada vez más asfixiante”. En sus palabras, por graves que sean, se percibe siempre una ironía de fondo, un descreído humor negro.

¿Qué te movió a escribir sobre Antonio Aramayona?

No estoy seguro de si he escrito sobre él o en torno a él. Yo sabía que el personaje de Antonio lo iba a abordar, pero siempre pensé que lo haría dentro de veinte años. Si él no me hubiera llamado ese día de abril de 2016 para decirme que se iba a suicidar, lo habría postergado.

Hay un sentimiento de culpa planeando todo el tiempo sobre el relato.

Es una culpa genérica, sí, pero concretada en la figura de Antonio. Tiene que ver con qué hacemos con lo que nuestros maestros nos legan; con cómo arrumbamos como si fueran trastos viejos a personas que han sido muy importantes en nuestras vidas, que nos han marcado y que han sido generosas con nosotros. Cuando ellos nos necesitan, muchas veces no estamos a la altura. También me interesa hablar de la culpa por la mala prensa que tiene en una sociedad laica. La culpa es un componente fundamental de la doctrina cristiana y muchas generaciones han crecido con ese mantra. Por eso lo primero que hemos hecho al convertirnos en laicos es quitarnos la culpa de encima, era un lastre. Sin embargo yo creo que la culpa es algo que está mas allá de la religión y que tiene que ver con las relaciones humanas. Si despojamos nuestra vida de ella nos convertimos en monstruos.

En el libro te alejas del Aramayona figura pública.

Es que no me interesa. No la reconozco, porque creo que a un santo, que era en lo que querían convertirlo, no se le puede querer. A un santo se le admira, se le besan los pies, se lo lleva en procesión… pero no se le quiere, porque el amor requiere una relación de igualdad. Yo quería explorar qué era eso que hacía a Antonio tan especial y que no tenía nada que ver con ese personaje plano de consigna fácil en el que no se reconocía nada de lo irónico, lo divertidamente, lo “hijoputamente” cruel que podía ser. Y contradictorio, sobre todo. Es en las contradicciones, en los defectos, donde verdaderamente nos queremos y reconocemos las personas.

¿Qué fue lo más importante que te aportó Antonio?

El desprecio a la cobardía. Cuando me he juntado con otros ex alumnos suyos con los que mantuvo una relación también de muchos años, he visto que eso es lo que tenemos en común, aunque en realidad se trata de la interpretación bastarda de una enseñanza suya, porque existía una barrera generacional: Él lo que despreciaba era la autoridad, profundamente. Y nos enseñó a desafiarla. Pero su autoridad no era la nuestra: Él era un hijo del 68, de la educación franquista, católica, y además venía de una familia con tradición militar donde la autoridad tiene una forma muy fuerte. Sus alumnos no hemos conocido esa autoridad contra la que él se rebeló, ni ese sentimiento de represión, así que creo que hemos reinterpretado un poco su enseñanza.

“La mirada de los peces” es también un relato generacional. Rememoras la vida de barrio en la Zaragoza de los noventa.

Eso es lo fundamental del libro. Antonio es la puerta que hila pasado y presente, pero a mí lo que me interesaba era explorar esa adolescencia desde un punto de vista personal, que es lo único que te permite adoptar un prisma universal. Siempre he tenido la obsesión de escribir sobre los barrios obreros que ya no eran obreros en los noventa. Es un escenario que entronca con la tradición española de literatura de barrio, que en el siglo XX ha tenido buenísimos narradores, como Juan Marsé, que sería el maestro, o Luis Martín Santos. Yo creo que podía aportar algo nuevo: mi propia perspectiva, la mirada de alguien que cuenta desde el testimonio, sin condescendencia ni estereotipación. Porque el concepto de barrio en España en los ultimos años ha sufrido dos grandes males narrativos: La “belenestebización” a traves de la caricatura neocostumbrista televisiva en la cual los barrios están llenos de gente zafia, chillona, estrafalaria y zarzuelera; y luego otra lectura más política, del barrio contado desde fuera, como hace León de Aranoa en la película “Barrio”, donde se los describe como lugares más duros y difíciles de lo que realmente son, pero llenos de gente honesta y luchadora. Yo quería contraponerme a esas dos visiones opuestas y llevar el barrio a una mirada más personal, desdramatizada. Reivindicar que de allí viene Belén Esteban, pero también gente como yo. Cuando se habla de gente de barrio, nadie piensa en un escritor ni en un intelectual.

Eres un autor que destapa mucho la propia biografía. ¿No temes mostrarte tanto?

El impudor es una exigencia de la literatura. Si no eres impúdico, no haces nada significativo. Ese salto a la impudicia lo puedes dar de muchas formas. Desde la ciencia ficción: Philip K. Dick es tremendamente impúdico. Te está contando cosas que le duelen de verdad, aunque te hable de venusianos. O Lovecraft: Lo que te asusta de sus relatos no es la construcción del terror, sino el miedo que siente el propio autor de los monstruos que sublima a través de la literatura. Yo me muestro de manera muy directa porque me interesa recuperar algo fundamental en la literatura que en el artificio de la ficción se pierde: La conexión del chamán, del contador de historias. La literatura nace cuando la tribu se reúne en torno a alguien para escucharle contar una historia de la que tanto él como quienes le oyen son parte, están involucrados. Quiero recuperar ese espíritu primigenio de buhonero que se planta en la plaza del pueblo. Por eso uso la primera persona.

En un momento del libro dices que la vida es insoportable si no se pone en forma de novela. ¿Es ese el papel de la ficción?

Su papel es darle sentido a algo que no lo tiene: la vida. La literatura cumple en buena medida la función que ocupaba antes la religión. Da sentido a nuestras existencias porque al ordenar las vidas de otros, contándolas, parece que haya un porqué. Pero el escritor sabe el truco, o deberia: Que el sentido es producido, creado. Al escribir estás dando sentido de forma artificial a algo que no lo tiene. La vida es azar y caos. Entonces escribir es una paradoja: Buscas el sentido sabiendo que no lo vas a encontrar. No puedes. Y lo que haces en el camino, el producto de esa búsqueda infructuosa, es la literatura. Por eso todo libro fracasa desde la primera página. Sin embargo, lo interesante es el cómo fracasamos. Por eso defiendo la inutilidad de la literatura.

Hablas también de la repugnancia que te causa el gregarismo. En este momento en que se nos exige, cada vez más, una posición clara para todo, ¿es dificil mantener la independencia?

Prácticamente imposible. Me siento profundamente extranjero. Siempre me lo he sentido, pero al menos hasta ahora tenía el privilegio de ser raro y marginal sin ningún coste. Se te consentía ir a tu bola. Pensar una cosa y mañana la siguiente. No pasaba nada. Eso es síntoma de una sociedad abierta, avanzada y compleja. Ahora eso estamos a punto de perderlo, si no lo hemos perdido ya. Y es terrible porque la sociedad se vuelve tremendamente asfixiante y se saca del discurso público a gente muy lúcida cuya voz, al no encajar en un bando u otro, desaparece. Y en el momento en que la polifonía se reduce perdemos todos porque las cosas se nos presentan en blanco y negro. Vamos hacia un mundo más triste, que me asusta.

También parece que perdemos el sentido del humor, la capacidad de tomarnos las cosas a la ligera.

Es otro síntoma del mismo proceso. Una sociedad cada vez más simple en lo ideológico, histerizada y dividida tolera menos el humor. Cuando eso sucede, la libertad de expresión se resiente. La España de hace veinte años se reía de muchas más cosas que la de ahora, y era capaz de frivolizar. La democracia se ha reducido. Todavía aguanta el armazón como sistema de derechos y libertades. De hecho no comulgo con la gente que dice que España no es una democracia, que es un Estado posfranquista o que habla del “Régimen del 78”. España es una democracia, perfectible como todas, pero en muchos aspectos más avanzada. Nosotros no tenemos una cámara de los lores. Ni pena de muerte. Fuimos de los primeros en legalizar el matrimonio homosexual. Todo eso está en peligro ahora. Deberíamos preocuparnos. No deberíamos dar por supuesto lo que tenemos, sino defenderlo.

¿Y cuál es la raíz de esta polarización que surge en todos los ámbitos de la vida?

Hay una infantilización general. Y creo que buena parte de la culpa la tiene una izquierda desnortada que, desde que perdió la cultura de clase obrera con la desindustrialización de Europa, no encuentra su discurso y está muy dividida. Ese vacío lo han aprovechado oportunamente nacionalistas, populistas, xenófobos con una visión infantil y primaria de la sociedad… Un montón de demonios que podrían estar contenidos si la izquierda hubiera sabido adaptarse. Pero los intelectuales no han logrado crear nuevos argumentos. Y los de mi edad llegamos tarde.

Dices que los intelectuales han hecho una dejación de funciones, pero ¿hay alguien al otro lado? ¿La gente eschucha?

Primero tienen que decir algo. Estoy harto de oír lo de que antes había voces de la cultura en la televisión y que ya no las hay. Lo que no se cuenta es que por parte de los intelectuales ha habido un desprecio elitista del medio. Lo consideran chabacano. Dejaron de ir a los platós. Se dejó ese espacio en manos de otra gente. Ahora es fácil decir: “No nos escuchan”, pero ¿has probado a hablar antes?

Empezaste dedicándote al reporterismo en profundidad y lo abandonaste porque se convirtió en una especie en extinción.

Ha desaparecido porque es muy caro y difícil de rentabilizar. En el momento en que un reportero pasa un par de noches fuera, ya lo están llamando para que mande algo: “Con lo que cuestan el hotel, las dietas… y no has enviado aún una línea”. Es un tipo de periodismo que va mal con la crisis y con unos medios en caída libre. Interés de los lectores hay, aunque nunca será masivo. Pero con una industria periodística que no sabes si va a sobrevivir al año que viene es imposible plantear nada. El periódico en papel es un producto de otro siglo. Es difícil que aguante.

Hay un cierto desapego en el modo en que hablas del periodismo en tu libro.

Tiendo a ser crítico con mi función de periodista. Ahora ejerzo, digámoslo así, de predicador y me cuesta decir que lo que hago es periodismo. Pero sí que lo es. En realidad, hablo con desapego de todo salvo de mi hijo.

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