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Heroínas en el conflicto del sur musulmán de Tailandia

Heroínas en el conflicto del sur musulmán de Tailandia

EFE

Pattani (Tailandia) —

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Sustento de las familias, las mujeres son el sector de la población que más padece la violencia en el conflicto del sur musulmán de Tailandia en el que han muerto más de 6.000 personas desde 2004.

Tanto si quedan viudas o con secuelas a causa de un atentado, no tienen más remedio que convertirse en heroínas para sacar adelante a sus familias en esta región fuertemente militarizada y donde el 80 por ciento de los habitantes son malayo-musulmanes.

Según Angkhana Neelaphaijit, fundadora de la ONG Fundación Justicia por la Paz (JPF, siglas en inglés), ellas son las que en muchos casos sostienen la economía familiar, sobre todo cuando los hombres están detenidos o amenazados.

“A veces son las mujeres las que trabajan. Los hombres están asustados”, indica a Efe la activista, quien cree que es esencial proteger a las mujeres, que considera discriminadas en tiempos de paz y conflicto.

Angkhana es otra víctima. Su marido, el abogado Somchai Neelaphaijit, se encuentra desaparecido tras ser secuestrado por unos desconocidos en 2004 cuando defendía a cinco musulmanes supuestamente torturados por los militares.

Los rebeldes musulmanes exigen la independencia y autonomía de las tres provincias sureñas Yala, Pattani y Narathiwat, que conformaron el antiguo sultanato de Patani, un Estado tributario que fue anexionado por Siam (actual Tailandia) entre 1902 y 1909.

Los tiroteos o atentados con bomba se producen casi a diario en esta región, a pesar del estado de excepción y la vigencia de la ley marcial.

Marisa Samahae tuvo un mal presentimiento cuando escuchó varios disparos cerca de su casa en Pattani y no se equivocó: los insurgentes musulmanes habían asesinado a su marido.

“En mi corazón sabía lo que había pasado. Mandé a mi hijo a ver qué había sucedido y cuando lo escuché llorar supe que habían matado a mi marido”, señala Marisa en una entrevista con Efe.

“Los que mataron a mi marido eran malas personas, él era un buen musulmán”, lamenta la viuda, vestida con un velo islámico o hiyab como la mayoría de las musulmanas de esta parte de Tailandia.

Como en otras ocasiones, los rebeldes no reivindicaron la autoría, pero las autoridades creen que mataron al marido de Marisa porque era miembro de las milicias de autodefensa en el distrito de Banare.

Tras cerca de dos años con problemas de ansiedad, Marisa empezó a mejorar y se unió a la ONG Red Social de Mujeres para la Paz en el Sur de Tailandia, que ayuda a mujeres víctimas del conflicto y recuperó su carrera como profesora.

Para llegar al colegio donde trabaja en la aldea de Pho Ming, en Banare, hay que atravesar varios controles custodiados por soldados o paramilitares (“tahan phran”) en pequeñas carreteras que serpentean entre pequeñas casas y campos de arroz o cocoteros.

Los profesores llegan escoltados al colegio, pero una vez dentro se respira un ambiente distendido en el que musulmanes y budistas trabajan codo con codo.

En este mismo distrito, La-o Phromchinda se encontraba trabajando el pasado mayo cuando un desconocido se paró delante su puesto ambulante donde vendía sopa y empezó a disparar.

“En cuanto vi el arma empecé a correr y por eso sólo me alcanzó en un hombro”, expresa con entereza esta tailandesa budista de 50 años, quien dice tener buena relación con sus vecinos malayo-musulmanes.

“Fue casualidad, escogen a cualquier víctima, pero ahora tengo miedo y ya no vendo en la calle”, señala La-o sin mencionar expresamente a los insurgentes musulmanes.

Las autoridades achacan la mayoría de los ataques en el sur a estas guerrillas, aunque algunos locales sospechan que parte de los atentados también son cometidos por narcotraficantes o las propias fuerzas de seguridad.

Vaelimau Chelau, de 34 años, sufrió en marzo de 2013 un atentado con bomba cerca de una comisaría en la capital de Pattani en el que perdió a su hijo y le dejó serias secuelas mentales y físicas.

“Tengo que tomar pastillas para dormir. Mi marido me dejó después del atentado. Ahora vivo con mi madre”, cuenta Vaelimau, quien pasó tres meses en la UCI y tardó nueve meses más en poder volver a andar.

Con voz apagada pero serena, la musulmana relata que ella sólo quiere que acabe la violencia: “Nunca olvidaré lo que me ha pasado. ¿Qué voy a hacer?”.

A su vez, muchos malayo-musulmanes denuncian detenciones arbitrarias, abusos y hasta ejecuciones extrajudiciales por las fuerzas de seguridad.

“La gente en el sur de Tailandia está atrapada entre la violencia de los insurgentes y los abusos del Estado”, espetó Brad Adams, director de Human Rights Watch en Asia en un comunicado el pasado abril.

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