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The Guardian en español

Basora, de los traficantes de petróleo a los de metanfetamina

Un policía de las fuerzas especiales iraquíes custodia a unos detenidos en la ciudad de Basora.

Ghaith Abdul-Ahad

Basora, Irak —

Todos los sábados, una larga fila de mujeres vestidas de negro serpentea la resquebrajada fachada de cemento de la decrépita estación de policía de Basora, sede de la brigada antinarcóticos de la ciudad. Dos oficiales de policía apostados en el lugar mantienen el orden, pero las mujeres (que se protegen del agobiante sol bajo las estrechas sombras que proyectan las paredes del recinto) están en silencio y parecen apagadas. Con paciencia, las mujeres hacen cola para visitar a sus hijos, esposos y hermanos encarcelados.   

La población carcelaria de la estación va desde traficantes de drogas de poca monta hasta miembros de pandillas que mueven grandes cantidades de droga. Dentro hay 300 personas abarrotadas en tres celdas; las literas de metal están desbordadas; y los pisos llenos de personas semidesnudas alineadas como sardinas. El hedor de la laguna cloacal cercana se mezcla con el olor a transpiración.

Desde hace tres años, una epidemia de drogas se propaga por las ciudades del sur de Irak: el 'cristal' (nombre que los locales dan a la producción iraní de la metanfetamina) se filtra en grandes cantidades por la permeable frontera. Según la policía, el consumo se duplica año tras año debido a que la droga se vende tanto a los habitantes de las zonas más pobres de Basora, bajo el control de las milicias religiosas; como a los estudiantes universitarios, para mejorar el rendimiento sexual.

Lucha sin cuartel (y sin dinero)

Los oficiales encargados de combatir el narcotráfico están muy mal equipados, obligados a utilizar su propio salario para financiar operaciones de pequeña escala y con mucho temor a una traición y una emboscada.

Dentro de la estación de policía, al final de un pasillo, hay una pequeña habitación en la que apenas entran un escritorio de metal, una litera, dos sillas y un archivador. El capitán Najem, uno de los tres oficiales de la fuerza antinarcóticos de Basora, espera sentado. Delgado y de hombros estrechos, dice que los prisioneros allí encarcelados son solo la mitad de los arrestados. El resto está desperdigado en otras estaciones debido a la falta de espacio y, de todas maneras, son solo una pequeña fracción de los traficantes que hay en la ciudad. “Hay tantos que ya no me preocupo por los consumidores. No tengo espacio”, dijo Najem.

Sus objetivos son los hombres como Abdullah, uno de los traficantes de Basora, que se pasa toda la noche vendiendo 'cristal'. Casi nunca se va a dormir antes del amanecer. Al igual que otros miembros de su clan, Abdullah vive en un vecindario recién construido en las saladas planicies del norte de Basora, no muy lejos del lugar donde confluyen los ríos Tigris y Éufrates para formar las exuberantes aguas verdes del canal Shatt al-Arab, frontera entre Irak e Irán. 

Ayer, el petróleo

Antes de que aparecieran las drogas, estaba el petróleo. A la sombra de los pozos de Basora, el clan de Abdullah construyó su reputación de feroces bandidos y astutos hombres de negocios, contrabandeando petróleo tras la ocupación británica, mientras otros se hacían comandantes en las milicias que competían por el control de la ciudad. Más tarde, el clan amasó una fortuna vendiendo permisos de perforación a una petrolera internacional y se pasó al nuevo mercado de las drogas.

“Ya nadie contrabandea petróleo”, dice Abdullah. “El 'cristal' es el nuevo petróleo”.

Ya casi es de noche y Abdullah todavía está atontado. Se acaba de levantar.. Su primer cliente está a punto de llegar en busca del polvo blanco que, en Basora, se consume en pipas caseras hechas con una lamparita y un sorbete. La mayoría de los clientes de Abdullah vive en las zonas más pobres de la ciudad, arrasadas por el desempleo y el control religioso, donde no hay más perspectiva para los jóvenes que la de unirse a la milicia. Las restricciones sobre el alcohol hicieron que los jóvenes pasaran a consumir sustancias mucho más baratas y fáciles de esconder. 

“Todos los chicos de mi vecindario fuman 'cristal'”, dice Abdullah. “Antes, solían tomar alcohol. Ahora fuman. Un gramo de 'cristal' cuesta 20.000 denarios (15 euros) y dura todo un día. Es más barato que comprar cuatro latas de cerveza y, además, no deja olor”. Según Abdullah, la demanda es tan grande que los jóvenes quieren convertirse en traficantes. “Si cruzas la frontera con Irán y traes un kilo de 'cristal', puedes duplicar tu dinero en una semana”. Basora es el centro más importante del circuito del opio que va desde Irán y Afganistán hacia los países más ricos del Golfo Pérsico, como Arabia Saudí y Kuwait.

Películas extranjeras

Tanto las áreas pantanosas de la frontera, por donde entra la droga, como los distritos más pobres de Basora son zonas donde no entra la policía convencional. El capitán Najem depende de un grupo de detectives encubiertos para los operativos, además de su red de informantes. “Algunos lo hacen porque se los exige la religión, otros porque se quieren ganar el favor de alguno de los traficantes con más trabajo o porque quieren perjudicarlos, pero la mayoría lo hace por dinero”, dice Najem sobre los informantes.

El dinero proviene de un fondo común que juntan los detectives con dinero de su salario a principios de mes. Las operaciones encubiertas son improvisadas. Según uno de los detectives, ven “películas extranjeras para aprender”. “Mi sueño es tener los recursos que tiene la policía de EEUU en las películas”.

Con vestimenta típica árabe, comprando y, a veces, incluso consumiendo drogas, los detectives atraen a los traficantes hacia sus trampas. “Uno de nuestros contactos nos da el nombre de un traficante”, cuenta el detective. “Primero, compramos medio kilo, pagamos y lo dejamos ir. Luego, una semana después, compramos un kilo y también lo dejamos ir. Un mes más tarde, le pedimos 10 kilos y ahí es cuando lo arrestamos”.

 

 

La unidad antinarcóticos también ha llevado a cabo una operación ilegal en Irán, mantenida en estricto secreto para todos excepto para los involucrados por miedo a quedar “masticados”, una expresión que, en este lugar, significa ser traicionado. Los detectives pagaron la mitad de un pedido a un traficante de Khoramshaher que hacía envíos a Irak y esperaron varias noches en la zona pantanosa de las afueras de Basora. Hasta que llegó el cargamento de drogas.

“Cuando cruzaron el río, los agarramos. La guardia costera de Irán abrió fuego y nosotros respondimos”, dijo otro de los detectives. “Fue el operativo más grande que hicimos, incautamos 17 kilogramos de droga, pero, en lugar de recibir un agradecimiento, nos reprendieron por disparar a los iraníes”.

En el primer semestre de 2016, el equipo de Najem logró incautar 57 kilogramos de drogas duras. Los detectives muestran fotografías de hombres de pie junto a cajas de opio y bolsas de 'cristal'. Pero igual que ocurre con los hombres presos en la estación de policía, esta droga es solo una pequeña parte del total. “Los traficantes que atrapamos representan menos del 10% del mercado en Basora. Hay traficantes que venden por tonelada, pero no tenemos el dinero suficiente para grandes operativos con los que atrapar a los peces gordos”, dice Najem.

La emboscada fallida

Durante la noche, Najem y dos detectives se quedan en su oficina planeando una redada para capturar a un traficante de mediana importancia. El resto de la fuerza policial está reunida en el patio de la estación, una docena de hombres vestidos con jeans y camisetas, que fuman y charlan mientras se colocan los chalecos antibala sobre sus panzas abultadas.

Dos de los tres vehículos del equipo antinarcóticos están descompuestos, así que Najem y sus hombres montan en una camioneta cargando sus armas y municiones. Los dos detectives los siguen atrás en su coche particular. Es tal la desconfianza que reina dentro de la fuerza policial que solamente el capitán y los dos detectives conocen el objetivo.

“El 95% de los oficiales de seguridad en Basora es corrupto, por lo que si se enteraran en qué estamos trabajando, nos dispararían en el medio de la calle”, cuenta uno de los detectives, sobreviviente de una emboscada que le tendieron a principios de año. “Esos hombres de ahí delante no saben cuál es el objetivo porque no se puede confiar en ellos”.

Los detectives conducen a través de calles vacías y oscuras para reunirse con el equipo SWAT. El aire es cálido y sofocante, y manadas de perros escudriñan entre la basura desparramada en las calles.   

El convoy se aleja de la ciudad y se dirige al sur. Las luces de las ciudades iraníes brillan por todo el Shatt al-Arab. Tras casi una hora de marcha, los vehículos se detienen y los detectives señalan hacia una pequeña calle lateral que desciende hacia el río.

 

 

Los vehículos chirrían al pasar por los caminos de tierra, en ruta hacia una casa a orillas de un juncal. Un silencio extraño carga la atmósfera. El equipo SWAT entra primero en acción y corre hacia la casa, seguido de la policía. Los dos detectives aparcan lentamente, prenden un cigarrillo y se dirigen hacia el edificio.

Dentro, los policías y los soldados dan vuelta a los colchones y mantas, revisan los armarios meticulosamente e investigan el contenido de unas latas. “Señor, debió haber estado aquí, pero huyó. Las luces estaban prendidas y el té todavía está caliente”, dice un policía. Un viejo rifle de caza es todo lo que se ha sacado en limpio de la redada.  

Mientras los oficiales de policía y el equipo SWAT vuelven a sus vehículos, los detectives caminan entre los juncos hacia una estrecha red de riachuelos que conectan la casa con el río. Uno de los detectives señala el camino por donde vino la policía y las luces de un coche lejano: “Mira ese coche. Desde la ventanilla se puede ver cualquier vehículo que venga en esta dirección”.

“Vio nuestras luces a dos kilómetros de distancia”, dice su colega. “Este hombre es un traficante de drogas, no es un vendedor de tomates al que se puede capturar con solo mandar una patrulla. El Estado se ríe de nosotros”.

Traducción de Francisco de Zárate

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