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Cuestiones de vida y muerte

Antonio Arroyo Gil

Profesor de Derecho constitucional en la Universidad Autónoma de Madrid —

Si bien el artículo 15 de nuestra Constitución reconoce expresamente que “todos tienen derecho a la vida”, lo que hay que entender es que el mismo, en realidad, lo que protege y garantiza es el derecho a la vida “digna” de todos, de lo que cabría derivar la facultad del legislador de reconocer un derecho a la propia muerte en condiciones de dignidad. Me explico.

Como es natural, la vida constituye un presupuesto imprescindible para poder hablar de derechos. Por eso, en nuestro ordenamiento jurídico el “derecho a la vida” se presenta como una suerte de derecho fundamental primario a partir del cual podemos construir (o reconocer) los demás derechos fundamentales (libertad de expresión, derecho a la intimidad, derecho a la educación, etc.). Por otro lado, nuestra Constitución también reconoce en el artículo 10.1 CE que “la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social”.

Aunque sobre lo que sea la dignidad humana ha habido innumerables discusiones y una sobresaliente falta de acuerdo entre los filósofos, los médicos, y, en último término, los propios juristas, dada la indeterminación de una cláusula como esa y su dependencia del contexto histórico y cultural en que se cuestione, lo cierto es que en nuestro concreto contexto histórico, cultural y constitucional, de aquel precepto parece derivarse una conclusión clara: Que todos los derechos fundamentales reconocidos en la Constitución están dotando de contenido a la “dignidad de la persona”. O, dicho de otro modo, una persona vive en condiciones de dignidad cuando tiene, en primer lugar, reconocido y garantizado su derecho a la vida (es decir, a continuar viviendo), pero también su derecho a expresarse libremente, al honor y a la intimidad personal, a profesar o no una ideología, etc. En definitiva, todos los derechos reconocidos en la Constitución están orientados a conseguir, de una u otra manera, que la vida de una persona sea digna.

Desde esta perspectiva, sería inimaginable que se produjera algún conflicto entre cualquiera de esos derechos y la cláusula “dignidad de la persona”. Sería un contrasentido que la Constitución amparase un derecho a la libertad de expresión en condiciones indignas, o un derecho de reunión o de asociación sometido a requisitos calificables igualmente de indignos. Y, lógicamente, aún menos concebible sería entender que el “derecho a la vida” que protege la Constitución fuese un derecho a la vida en condiciones indignas. O, visto desde otro ángulo, una obligación de seguir viviendo en condiciones penosas, degradantes o, en definitiva, indignas, teniendo que soportar, por ejemplo, medidas de “encarnizamiento terapéutico” orientadas a prolongar esa vida aun en contra de la voluntad de su titular (o de quien ejerce la patria potestad o tutela del mismo). No, no puede significar eso el “derecho a la vida” del art. 15 CE. Y que en 2002 se aprobara una ley básica reguladora de la autonomía del paciente que, entre otras cosas, venga a posibilitar la evitación de esas medidas que hemos caracterizado de “encarnizamiento terapéutico”, es una muestra más de ello. En definitiva, la Constitución –a mi juicio- el único derecho a la vida que garantiza es un “derecho a la vida digna”. Pero… ¿qué es una vida digna?

Antes de responder a esta pregunta lo primero que hay que decir es que la misma, seguramente, está mal formulada o, al menos, se trata de una pregunta incompleta. Y es que tan importante como preguntarse “qué es una vida digna”, es cuestionarse “quién decide que una vida es o no digna”.

En la Constitución, aparte del reconocimiento del derecho a la vida, y de la cláusula de la dignidad de la persona, se apela también, en el artículo 1.1, a distintos valores superiores del ordenamiento jurídico, entre los que se encuentra, en primer lugar, el valor de la “libertad”. Además, la Constitución, en el mencionado artículo 10.1, aparte de a la dignidad de la persona, se refiere también a otra cláusula (o derecho) que es igualmente fundamento del orden político y de la paz social: el derecho al “libre desarrollo de la personalidad”.

“Libertad”, como valor superior del ordenamiento jurídico, y “libre desarrollo de la personalidad”, como cláusula o derecho constitucional que sirve de fundamento del orden político y de la paz social, son dos ideas que apuntan hacia una misma realidad (tendencialmente ideal): cada persona, en ejercicio de sus derechos constitucionalmente reconocidos, puede por sí misma diseñar y ejecutar su propio proyecto de vida, de acuerdo con sus intereses, ideología, valores y aspiraciones, sin que el Estado pueda interferir en él, salvo en lo que sea preciso para salvaguardar los derechos de las demás personas o intereses generales superiores.

Ambas cláusulas, argamasadas en torno a la de la “dignidad de la persona”, son, por tanto, un freno al paternalismo del Estado. Con su inclusión explícita en el texto constitucional, el Constituyente vino a afirmar la prevalencia de la persona (el individuo) sobre el Estado (los poderes públicos) en cuestiones que solo afectan, de manera directa, a la vida de la propia persona; el Constituyente, en definitiva, vino a asumir la máxima moral de que nadie mejor que uno mismo sabe qué es lo mejor para uno mismo.

Así pues, la Constitución, considera la vida humana como un bien jurídico fundamental, merecedor de la máxima protección, pero ello no significa que la vida humana, o que el derecho a la vida, tenga un carácter absoluto, es decir, que deba ser protegido siempre y en cualquier circunstancia. No sucede así desde el momento en que el ordenamiento jurídico no prevé ningún tipo de sanción para quien ha intentado suicidarse. Y no lo hace no solo porque considere que sería algo contraproducente o carente de sentido, sino porque entiende que una persona no puede ser castigada por hacer uso de la libertad que la propia Constitución le reconoce.

En el conflicto que se plantea entre vida propia y libertad (para ponerle fin) es este último valor superior el que prima, porque para la Constitución una persona no lleva una vida digna si no es libre para tomar decisiones, incluso, sobre su propia vida.

En el ámbito de la eutanasia voluntaria, lógicamente, el problema se plantea en un nivel algo diferente, dado que aquí se requiere necesariamente el concurso de un tercero para poner fin a la vida de quien así lo desea. Es por eso que en este terreno no basta simplemente con acudir al valor “libertad” del artículo 1.1 CE o a la cláusula de “libre desarrollo de la personalidad” del art. 10.1 CE para encontrar una respuesta satisfactoria. En el llamado contexto eutanásico, al ser precisa la intervención de otro, resulta necesario, por un lado, introducir mayores niveles de garantía, a fin de evitar que se puedan cometer abusos, y, por el otro, dado que va a ser un tercero el que ponga (o ayude) a poner fin a la vida de una persona, esta vida ha de encontrarse en unas condiciones objetivas tales que permitan a su titular calificarla de “no digna”.

Quedan, por consiguiente, excluidas del contexto eutanásico aquellas situaciones en las que lo que se pretende es ayudar a poner fin a la vida de una persona sana, o que padece una enfermedad curable o transitoria, o que, por ejemplo, se encuentra simplemente deprimida porque ha acaecido un episodio pasajero. Por el contrario, cuando hablamos de eutanasia estamos pensando en una serie de condiciones objetivas que son las que permiten poner en marcha los mecanismos (subjetivos y objetivos) destinados a acabar con la vida de una persona. Tales condiciones, sin ánimo alguno de enumerarlas de manera exhaustiva, podrían ser las siguientes: Que la persona que desea poner fin a su vida se encuentre en pleno uso de sus facultades mentales y se halle médicamente en una situación extrema, médicamente calificada de incurable, y susceptible de provocarle graves sufrimientos o dolores físicos o psíquicos. Decisión que podría ser sustituida por quien ejerce la patria potestad o tutela.

Si se dan esas condiciones objetivas, el ordenamiento jurídico debería estar dispuesto a aceptar que esa persona pueda entender que su vida ya no es digna y que, por tanto, puede ponerle fin. Porque la Constitución lo único que garantiza es un derecho a la vida digna, de modo que cuando esa condición ya no se cumple, se ha de permitir que, en ejercicio del valor de libertad y del derecho al libre desarrollo de la personalidad, esa persona pueda, con el concurso de un tercero, poner fin a su vida.

¿Quiere esto decir que cabe derivar de la Constitución directamente un derecho a la propia muerte en el sentido de que una persona, que se encuentre en esa situación objetiva que valore como insoportable y que, en consecuencia, decida poner fin a su vida, pueda recabar de los poderes públicos la colaboración necesaria para lograr tal fin? Dicho de manera más breve: ¿El derecho a la vida comprende un derecho a la propia muerte con auxilio de un tercero en un contexto eutanásico?

No parece que algo así pueda derivarse directamente de la Constitución, aunque tampoco lo contrario: la prohibición de la eutanasia por la Constitución. En conclusión, queda en manos del legislador desarrollar, con todas las garantías necesarias para evitar abusos, la vertiente negativa del derecho a la vida, que no es otra que el derecho a morir dignamente de una persona que se encuentre en las condiciones objetivas señaladas y así lo decida libremente. ¿A qué espera?

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