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Política después de Trump

Pablo Bustinduy / Violeta Martín

Miembros de la Secretaría Internacional de Podemos —

A estas alturas se habrá escrito ya mucho sobre Donald Trump. Se habrá puesto todo tipo de calificativos a su misoginia, el racismo y la homofobia patentes en su discurso, la psicología pre-autoritaria sobre la que ha construido toda su figura y su inverosímil proyecto político. Y sin embargo todo ese volumen de palabras apenas llega a apaciguar la inquietud latente, a silenciar todas las horas previas dedicadas a dar por sentado que no, Trump no puede ganar, Trump nunca será presidente. Desde luego no dedicamos el mismo número de páginas ni de horas de radio o televisión a prever, a prepararnos, a pensar la causa y la solución, la posibilidad de una alternativa. ¿La alternativa fue posible? Casi desde el principio nosotros dijimos que sí: la alternativa se llamó Bernie Sanders, se llamó 15$/hour, se llamó Glass Steagal contra Goldman Sachs, no al TPP y al fracking, se llamó acceso garantizado a la universidad pública, se llamó Black Lives Matter . La alternativa existió y estuvo cerca, muy cerca de forjarse en realidad.

Consumado el fracaso, consumada la derrota, conviene huir de relatos simplistas pero también de esa superioridad moral que equivale a la que suelen tener con nosotros nuestros allegados cuanto tomamos una mala decisión, asumiendo que “ya nos daremos cuenta y el tiempo nos pondrá en nuestro lugar” como si el “darse cuenta” bastara para que una opción política emancipadora se impusiese por la propia fuerza de su fe. Tampoco sirven de mucho esas retahílas improvisadas que mezclan caracterizaciones sociales, sustratos económicos, estados, géneros y minorías, con las que cualquier coach recién llegado nos explica cómo vota el pueblo de los Estados Unidos. Aceptar los resultados, sin más, como se apresuró a hacer nuestro Gobierno de la mano del flamante nuevo ministro de Exteriores y de nuestro presidente (de puño y letra en su Twitter, MR), no obedece ni a la sensibilidad ni al supuesto hermanamiento con el pueblo estadounidense del que tanto hacen gala, porque esa es la condescendencia de las élites que no saben explicarse lo que hemos hecho pero sí saben que en todo lo que toca a lo importante no será para tanto, que ya se les pasará y no se tocarán ni los dineros ni los tratados ni las bases.

Ahora no toca lamentarse, ni temer lo que vendrá, ni por supuesto darlo por sentado. Toca hablar en todas partes, a todo el que siga sabiendo escuchar. Toca explicar que no, que no es verdad que en los Estados Unidos sólo haya estúpidos, ignorantes y racistas, que no, que allí hay lo mismo que aquí, lo mismo que hay en los suburbios de París y en las filas de la CGT francesa, y lo mismo que hay en las ciudades industriales del Reino Unido, lo mismo que en Tesalónica y Rotterdam y las afueras de Varsovia: una quiebra de las trayectorias de vida y los relatos compartidos, la pérdida del horizonte, la esperanza y la expectativa, el ruido seco de una estructura ideológica que se rompe, la sensación completa de abandono, la pérdida de derechos que sólo ayer parecían fundamentales. Y enfrente, la imperturbabilidad insistente de las élites y el establishment, un sistema colapsado y quebrado incapaz de canalizar afectos, inquietudes, negando anhelos de una generación que los había naturalizado como propios y sustanciales: derechos, libertad, progreso, justicia social, dignidad. Ese grito resuena hoy en todas partes como los añicos de un espejo roto.

Dijo Joan Fuster, y lo hemos repetido tantas veces que ya casi parece una idea nueva, que si tú no haces política otros la harán por ti. En el paisaje aún humeante de la debacle americana, queda una certeza que fija la mirada y riza el vello: si nosotros no construimos la alternativa que canalice el clamor y los anhelos de quienes hoy alzan la voz contra este mundo injusto y desbocado, si fracasamos en la construcción de una democracia diferente, si no logramos hacer justicia en el mundo del dinero y la riqueza, tengamos por seguro que sí, que 2016 no será un mero espejismo en el devenir histórico del siglo XXI, que el futuro estará lleno de dolores y lamentos, y que además de a los culpables, no tendremos nadie más a quien culpar, sino a nosotros mismos.

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