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Las enseñanzas medias, siempre en medio

Mariano Fernández Enguita

No sólo los fármacos producen efectos secundarios. Lo hace también la acción social, y lo hace siempre; es lo que solemos llamar consecuencias imprevistas o no deseadas, o efectos perversos. No se escribirían siquiera artículos como éste si la acción social (sea de las autoridades, de los colectivos o de los individuos) produjera siempre o habitualmente los efectos deseados y sólo éstos.

Toda reforma educativa se hace con las mejores intenciones, pero las soluciones de ayer son a menudo los problemas de hoy. La Ley General de Educación de 1970 (LGE) quiso poner el sistema educativo a tono con los del mundo desarrollado y democrático, lo que pasaba por acabar con la brutal segregación a los 10-12 años (el acceso y la superación o no del examen de ingreso) y la prolongación del tronco común. La ley no permitía abandonar el sistema hasta los 16 años, de manera que cualquier alumno tenía teóricamente tiempo suficiente para terminar la Educación General Básica (común) más un ciclo secundario (Bachillerato o FP1). Sin embargo, condicionaba el acceso al bachillerato a la terminación con éxito de la EGB (al título de graduado escolar), pero no así el acceso a la Formación Profesional I, para el que bastaba haber permanecido en la escuela hasta los 14 años (certificado de escolaridad). Tal desequilibrio en los requisitos contribuyó al descrédito de cualquier formación profesional alternativa al bachillerato; incluso ulterior, aunque en menor medida. La FP devino el basurero, la vía para los fracasados, produciendo de rebote la opción automática por el Bachillerato por cualquiera con los requisitos.

Todas las alternativas a la LGE, desde la propuesta que llegó a formular la UCD a comienzos de los ochenta, pasando por la reforma experimentada por el gobierno socialista en esa década, hasta la LOGSE, quisieron acabar con esta perversión. La respuesta en la LOGSE fue plantear los mismos requisitos para acceder a la FP —ahora Cursos Formativos de Grado Medio (CFGM)— que para acceder al Bachillerato: el título de Graduado en ESO; y no sólo eso, sino otro tanto para acceder a la etapa siguiente de la FP —ahora Cursos Formativos de Grado Superior (CFGS)—, que a su vez tendría los mismos requisitos que el acceso a la universidad: el título de Bachillerato. De esta manera, se decía, no se establecería la formación profesional como una segunda vía paralela, de menor valor. Si se entiende mejor con una imagen, podemos visualizar el esquema educativo propuesto como un recorrido académico único que tras la ESO, el Bachillerato o la Universidad daría salida al mercado de trabajo, respectivamente, a través de los CFGM, los CFGS y los posgrados. Pero lo que no se previó fue que tres de cada diez alumnos no superasen la ESO y quedasen irremediablemente apartados de la educación formal -y así es: decimos que cuatro de cada diez alumnos han abandonado prematuramente la escuela, pero lo cierto es que tres de ellos no podían continuar aunque lo desearan. Empecemos por lo segundo.

La LGE de 1970 produjo una FP1 desvalorizada, pero no sucedió lo mismo con la FP2. Ésta se pensó a la vez como continuación de la FP1 (mediando un curso de enseñanzas complementarias) y salida del Bachillerato, y de hecho fue funcionando cada vez más como lo segundo. Al contrario que la FP1 llegó a alcanzar un notable prestigio, y sus titulados entraban con facilidad en el mercado de trabajo, entre otros factores debido al papel lubricante de las prácticas en alternancia. Cuando la LOGSE rediseñó el sistema quiso terminar de aislar la FP de grado superior de la de grado medio, es decir, los CFGS de los CFGM, hasta el punto de cortar estrictamente el paso de éstos a aquéllos, disipando así cualquier perspectiva de continuidad para los técnicos medios. Podían, por supuesto, volver al sistema a cursar el bachillerato, es decir, lo que habían declinado hacer cuando optaron por los CFGM, pero eso no era continuidad ninguna sino una suerte de penalización por haber tardado más que los demás en decidir que querían un postsecundario (técnicamente, lo que la UNESCO llama CINE4). De manera que, de un modo u otro, acudir a las enseñanzas profesionales era hacerlo a un ciclo terminal en sentido estricto, no sólo porque permitía salir ya al mercado de trabajo sino porque no permitía ir más lejos en el sistema educativo.

El problema aquí es la disfuncionalidad creciente de una ordenación no pensada para que todos tengan una vía por la que continuar, si pueden y quieren, su proceso de cualificación, sino en la que tan pronto como el alumno se separa del tronco académico se ve abocado a estudios terminales. Pero lo que pudo tener justificación en un mundo de oficios establecidos y estables la pierde por entero en la sociedad de la información, que es también del aprendizaje, una sociedad en la que hay que seguir -o, al menos, estar en condiciones de seguir- aprendiendo a lo largo de la vida, pues ¿qué sentido tiene proclamar esta necesidad de aprendizaje permanente y, a la vez, cerrar las vías de continuidad en el seno de la educación reglada?

Volvamos a lo primero, el fracaso en la enseñanza obligatoria y común. ¿Qué indujo a los reformadores a pensar que iba a ser de otro modo? Si, con ocho años de enseñanza común hasta los 14 —la EGB bajo la LGE—, fracasaban tres de cada 10 alumnos, ¿cómo iba a mejorar el balance con 10 años comunes hasta los 16, Primaria y ESO, bajo la LOGSE? Porque, rebus sic stantibus, taza y media en vez de una taza no podía dejar de engordar la cifra de fracaso. La cuestión es que se suponía que la enseñanza iba a cambiar, esencialmente de dos maneras: en el contenido y en el método. El contenido unilateralmente académico sería sustituido por algo más variado y multilateral, en particular con la introducción de la Tecnología, el reforzamiento de las enseñanzas artísticas y un cierto grado de opcionalidad, todo lo cual proporcionaría a la enseñanza una mayor vinculación con la realidad y por tanto una mayor relevancia, diversificaría y equilibraría por ello las oportunidades de éxito y acercaría la enseñanza a los intereses de los alumnos. Los métodos de transmisión tradicionales, por su parte, darían paso a un nuevo énfasis en las formas de aprendizaje activas, los proyectos interdisciplinares, el trabajo en equipo, etc., etc.

¿Qué sucedió en realidad? Que nada cambió, o lo hicieron muy pocas cosas. Es fácil cambiar la ordenación educativa o los programas, que dependen directamente de la ley o de decisiones administrativas, pero es muy difícil cambiar las prácticas cotidianas en el aula o la cultura de la institución y de la profesión. Lo que sí vino fue una mayor presión sobre la actividad discente. Los alumnos pasaron a incorporarse a la secundaria con 12 años, cuando antes lo hacían a los 14, lo que supuso una anticipación de los cambios de centro (general en la pública), de redes sociales y, sobre todo, de las relaciones con el profesorado, al pasar de una centrada en un maestro singular (el maestro-tutor) a otras fragmentadas entre profesores de distintas disciplinas, a menudo inconsistentes y contradictorias a falta de proyectos reales de centro y de direcciones operativas, a la vez que una burocratización de la función tutorial y una dilución de la tutela adulta. Y también un horario más concentrado e intensivo, a la medida de las conveniencias laborales o familiares del profesorado, no de los ritmos naturales de actividad de los alumnos.

La pregunta del millón no es por qué no tenemos menos fracaso y abandono, sino por qué no tenemos más. La sorpresa es ésa, que se mantenga en torno a tres de cada diez alumnos lo mismo tras la ESO que tras la EGB, tanto cuando la escolarización es universal como cuando de hecho no lo era, a los 16 que a los 14, antes de una reforma y después. Y la única explicación plausible es que ése sea de hecho el porcentaje áureo a la hora de evaluar al alumnado. Eso es lo que induce a pensar tal continuidad y ubicuidad: a lo largo de los años y a pesar de reordenaciones y reformas; a través de las fronteras de las comunidades autónomas a pesar de las variaciones en sus políticas educativas, la disparidad de sus condiciones y recursos y una distribución inconsistente con sus resultados en las evaluaciones de competencias.

Y ahora, ¿otra vuelta a la tortilla?

¿Qué hacer con esos tres de cada diez alumnos que no superan la ESO? Hoy asistimos a una propuesta de solución: separarlos del resto. Separarlos desde tercer curso, incluso desde segundo si acumulan ya cierto retraso. Hasta se llegó a proponer una reválida al término de la enseñanza primaria que, de no ser superada, habría obligado a repetir a quienes no lo hubieran hecho antes y a pasar con un sello en la frente a quienes ya lo hubieran hecho, abocando a éstos a la FP anticipada aun con un año límbico en primero (esta propuesta fue afortunadamente retirada).

La teoría de fondo es sencilla: no todo el mundo es capaz de superar con éxito la enseñanza general obligatoria, por lo que mejor será orientar ya hacia la formación profesional a quien no lo sea. Se suele formular en términos más o menos neutros: unos son así y otros son asá, académicos o vocacionales, todos diversos, etc., pero, en realidad, los partidarios de esta contrarreforma no dudan de que se trata de una diferencia asimétrica: dan por sentado no sólo que hay unos alumnos que no pueden seguir las nobles enseñanzas académicas sino también que, los que sí pueden hacerlo, también serían capaces de seguir unas enseñanzas de tipo profesional, sólo que no vamos a malgastar su talento en eso.

Pero hay otra posibilidad: que, sencillamente, niños y adolescentes vengan de su familia, su hogar y su comunidad con distinto bagaje, más cercano o lejano a lo que la escuela pide, que les hará más fácil o difícil atender a sus exigencias, mientras que ésta, por su parte, no hace nada por compensar sus diferencias. No se trata aquí de la formación escolar para tal o cual profesión particular, ante lo cual sí cabe suponer distintos grados y tipos de idoneidad, sino de la superación con éxito de la enseñanza obligatoria y común hasta los dieciséis años, una edad antes de la cual nadie debería ser obligado ni empujado a tomar decisiones (ni deberían ser tomadas por él) que puedan determinar sus oportunidades vitales. Cuando se quiere que todas las personas puedan acceder a un punto determinado, por ejemplo un edificio, se le dota de escaleras, ascensores y rampas, a pesar de que a algunos, incluso a la mayoría, les valga con uno cualquiera de esos accesos, y ése debería ser el enfoque en la enseñanza obligatoria. En tanto los alumnos no dependan todavía entera o fundamentalmente de sus propias actitudes y aptitudes como adultos, es deber de la sociedad ofrecerles distintas vías para llegar a unos mismos objetivos mínimos. Eso, en la enseñanza, se traduce en diversificación en sentido restrictivo, maneras alternativas de desarrollar unas mismas competencias, y compensación en un sentido amplio, asignación de recursos adicionales a aquellos alumnos que estén peor equipados ante la institución.

Pero diversificar no es el punto fuerte de la institución ni de la profesión, nacidas y crecidas en la idea de una enseñanza homogénea y homogeneizadora (la de las escuelas normales, los programas nacionales, las enciclopedias y libros de texto, el examen-test, la clase magistral...). En cuanto a compensar, los gobiernos central y autonómicos socialistas y nacionalistas que apoyaron la LOGSE suscribían y suscriben la idea con distintos grados de énfasis, pero ni de lejos suficiente para vencer el corporativismo docente, en particular su igualitarismo para sí mismo y ciertos privilegios laborales. Es así cómo un notable aumento de recursos en la enseñanza que hace que España tenga, por ejemplo, una ratio profesor/alumnos bastante más baja que la media de la UE o la OCDE no se traduce en una concentración de recursos adicionales sobre los alumnos en riesgo sino en mejoras indiscriminadas de las condiciones de trabajo para todo el profesorado, mejoras a las que se atribuyen sin prueba alguna efectos salvíficos sobre la educación que, naturalmente, nunca llegan. Para expresarlo de manera simplificada y algo coloquial, pero que espero ayude a entender el argumento sin entrar en detalles y perdernos por las ramas, diría que tenemos demasiados desdobles (aumento indiscriminado de los recursos) y demasiado pocos refuerzos (concentración de recursos sobre los que más lo necesitan). Y, por si fuera poco, la estructura burocrática del sistema, de los centros y de la profesión puede hacer incluso que exista un importante grado de discriminación negativa, como sucede cuando la diversificación actúa como etiquetado, cuando se traduce en segregación o cuando los alumnos más complicados son apartados o los grupos más difíciles se dejan a los profesores más inexpertos y provisionales.

Eso es parte de lo que arruina el balance de la LOGSE: si los alumnos llegan a la escuela en condiciones desiguales, y no sólo desiguales sino en muchos casos calificables de privación social o cultural, pero la escuela cierra los ojos y los trata a todos por igual, y con mayor motivo si desata resortes que suponen discriminación negativa en el trato, la prolongación del tronco común no puede producir más que fracaso. La LOGSE anunció un loable objetivo igualitario pero, primero, y en contra de los ambiciosos propósitos anunciados en la fase de experimentación anterior, terminó ofreciendo en gran medida taza y media de lo que ya en la dosis previa de una taza había generado fracaso masivo, es decir, no replanteó la oferta educativa; segundo, no acompañó ni redispuso los medios para alcanzar tal objetivo -y no me refiero tanto a poner medios adicionales como a haber utilizado mejor los medios disponibles y, desde luego, a añadir de manera muy selectiva medios específicos para los alumnos en riesgo y hacerlo desde el principio, desde el primer instante en que comienzan a detectarse deficiencias o desfases en el logro de los objetivos de aprendizaje, pues las intervenciones de este tipo, cuanto más tempranas, más eficaces y también, dicho sea de paso, más baratas y eficientes-, es decir, no reequilibró adecuadamente la demanda educativa, las condiciones de una parte de los beneficiarios del servicio.

Bien al contrario, mientras el debate público ha estado centrado sobre los grandes rasgos de la ordenación (ampliar la comprehensividad o adelantar la especialización), otras medidas y evoluciones menos visibles, y por tanto menos discutidas, han ido elevando la presión o ampliando la incertidumbre en detrimento de los alumnos inicialmente peor equipados. Es el caso de la compresión de la jornada, beneficiosa para los que no tienen dificultades académicas y sí acceso a otros entornos de aprendizaje pero dañina para quienes están en la posición contraria. La incertidumbre que envuelve a los centros que no tienen un proyecto claro ni una dirección operativa, en la que se desenvuelven mejor los alumnos procedentes de medios más familiarizados con la educación y peor provenientes de medios más ajenos a ésta. Hasta cierto punto, las pedagogías blandas, más acordes con la visión del mundo de la clase media y con su manera de relacionarse con la cultura y la educación.

La política educativa que hoy anuncia el partido en el gobierno parte del supuesto de que, en el mejor de los casos, no se puede hacer más por incorporar a todos los alumnos a la enseñanza general con garantías de éxito. Da por demostrado que un tercio del alumnado no reúne las condiciones para alcanzar el éxito en un tronco común de diez años como el actual. En consecuencia, propone simplemente reducir sin más ese tronco común, con distinta intensidad según para quién, en uno, dos o tres años. Pero queda mucho recorrido todavía, prácticamente todo, para una política de discriminación positiva -o, si se prefiere, compensatoria- en el uso de los recursos, es decir, para una política enfocada a reforzar a los más débiles en el acceso a las competencias básicas y las credenciales educativas mínimas que todos necesitamos para empezar a ser trabajadores cualificados, ciudadanos activos e individuos desarrollados.

Por lo demás, va siendo hora de que cada vez que tiene lugar un vuelco electoral el partido político ganador no empiece por intentar dar la vuelta al sistema educativo sino que gobierno y oposición se esfuercen en pactar un marco aceptable para todas las partes, que en consecuencia no podrá ser plenamente conforme a los deseos de ninguna. Algo necesario para dar estabilidad al sistema educativo, dejando que diagnostique y que aborde la corrección de sus propios errores y disfunciones, y para dotar de un horizonte cierto a los profesionales de la educación. No cabe negar que todos los partidos han intentado una y otra vez plegar el sistema a sus convicciones: la izquierda a una imagen simplificada de la igualdad, la derecha a una visión apologética de la meritocracia y los nacionalistas de derecha o de izquierda a la construcción de una identidad colectiva más o menos excluyente; y siempre empezando por echar abajo la normativa anterior. Pero hay diferencias: la LOGSE, con todos sus aciertos y errores, se inscribía en una trayectoria iniciada por la reforma non nata de las enseñanzas medias de la UCD, continuada después por casi un decenio de experimentación, y fue apoyada con distintos grados de convicción por todo el arco parlamentario menos un partido (un partido, no obstante, que ha gobernado con mayoría absoluta dos legislaturas nacionales y multitud de autonómicas, o sea, no cualquier partido), y en el caso de la LOE se repitió el mismo acuerdo parcial pero incluso con el añadido de algunas fuerzas tradicionales de la enseñanza privada y confesional (singularmente la FERE). La LOCE, por el contrario, se aprobó con el solo apoyo del PP y su base social habitual y con la LOMCE va a suceder otro tanto, pero esta vez sobre un fondo de enfrentamiento mucho más acre del Ministerio, su partido y sus comunidades con todos y cada uno de los otros actores políticos y sociales implicados. Verse enfrentado al profesorado, al otro partido nacional y, a la menor, con los nacionalistas no es algo que pueda sorprender a nadie, pero el grado de crispación actual y que sea un gobierno conservador el que logra, además, suscitar el desapego de los gobiernos regionales de su propio partido y poner en pie de guerra como nunca a los padres, de los que cualquier manual neoliberal explica que son mejor su público potencial, supera todos los récords.

Ni se necesita esta reforma ni es ésa la manera de hacerla.

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