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¿Por qué se afilia la gente a los partidos?

Astrid Barrio

Según datos del CIS en 2009, los últimos de los que disponemos, algo menos de un 5 por ciento de españoles declara ser miembro de un partido político. Aunque este nivel de afiliación partidista pueda parecer bajo, lo cierto es que el porcentaje de españoles que decide afiliarse a un partido político no ha dejado de crecer desde el restablecimiento de la democracia, a diferencia de lo que viene sucediendo en otras democracias de nuestro entorno en donde las tasas de afiliación partidista no han dejado de bajar en los últimos años. Ciertamente en España los partidos han ido ganado miembros, o al menos eso es lo que nos dicen los propios partidos y también las últimas estimaciones de que disponemos. No obstante, teniendo en cuenta que partíamos prácticamente de cero y que casi todos los partidos eran de nueva creación, ese crecimiento no debe sorprender. Lo que sorprende verdaderamente es que, estando los partidos tan contestados como lo están, todavía haya personas que decidan afiliarse a un partido o que mantengan su afiliación partidista.

Ser miembro de un partido a día de hoy en España no resulta nada fácil. A los ya clásicos costes de la acción colectiva descritos por Mancur OIson, que debieran desembocar en la inhibición a menos que se introdujesen incentivos selectivos, en la actualidad los miembros de los partidos han de asumir nuevos costes derivados de las hostilidades procedentes no sólo del exterior sino también del interior de sus propios partidos. El desprestigio de la política convencional y muy especialmente de los partidos políticos, así como la creciente vinculación entre partidos políticos y corrupción genera desprestigio cuando no directamente desprecio hacia sus miembros. Se tiende a asociar las partes con el todo y se resume con el ya consabido “todos son iguales”.

Ahora bien, ¿todos los miembros de los partidos son iguales? Miembro de partido, según la concepción clásica que parece ya no ser del todo útil para describir la realidad, es todo aquel individuo que se adhiere a un partido, una adhesión de la que se derivan unas obligaciones y unos privilegios. Las obligaciones suelen reducirse al pago de una cuota y a la asunción del ideario del partido, mientras que los privilegios suelen variar, ya que en gran medida éstos están vinculados al tipo de partido y al grado de participación/implicación en la organización. No todos los adherentes aspiran a conseguir lo mismo con su afiliación ni todos están dispuestos a asumir el mismo grado de dedicación. De ello se deriva que no todos los miembros son iguales. Se suele distinguir pues entre los adherentes, que son aquellos que simplemente están al corriente de pago de las cuotas, cuando lo están, y que a lo sumo acuden a algunos actos, de aquellos miembros que se implican activamente en la vida de las organizaciones partidistas. Estos son los activistas, los que verdaderamente militan, los que participan en la vida del partido y hacen que este funcione, porque son los que van a las reuniones y los que toman decisiones. Y además de entre ellos se selecciona a quienes ocuparan cargos orgánicos, cargos de designación o candidatos a cargos electos. Así, si a los adherentes les suelen mover incentivos de tipo colectivo, fundamentalmente la defensa de la “causa”, entiéndase la ideología, los segundos suelen movilizarse, además, por incentivos selectivos, las retribuciones del militantismo, que irían desde cargos, a puestos de trabajo pasando por promoción social, entre otros beneficios.

El caso es que los intereses de ambos tipos de miembros, creyentes y arribistas respectivamente, de acuerdo con la terminología de Angelo Panebianco, no necesariamente tienen por qué ser coincidentes. De ello se deduce que un partido nunca es un actor unitario, y es aquí donde se pueden revelar las diferencias, cuando no hostilidad manifiesta, de una parte del partido hacia otra, concretamente de aquella que dispone de cargos, respecto al resto de adherentes. No en vano los datos sobre congresos de partido que hemos reunido el Grupo de Elites y Partidos apuntan a que los miembros de los partidos sin cargo son los que más demandan democracia interna y son además los más radicales, o si se prefiere, los más puristas desde el punto de vista ideológico frente al posibilismo de los miembros con cargo. Ello puede poner en dificultades a las direcciones y, por esta razón los adherentes, en ocasiones, son vistos como un lastre. Aunque no se puede prescindir completamente de ellos, si que se trata de mantenerlos desmovilizados al máximo. Y se lo pueden permitir porque los adherentes no son necesarios para la supervivencia de la organización. No son necesarios para llevar a cabo las campañas electorales, salvo las contadas excepciones en las que han de adornar los mítines cubiertos mediáticamente, y no son necesarios para el sostenimiento económico del partido ya que el mito de la financiación democrática de los partidos de masas basada en el principio de que muchos pagan poco, si es que alguna vez existió, pasó a mejor vida siendo sustituida por la financiación del estado. Son hasta tal punto prescindibles que algunos partidos se está planteando en España la realización de primarias abiertas para seleccionar a sus candidatos. Si bien este recurso se puede interpretar como un intento de abrir el partido a la sociedad, también puede ser visto como un modo de ningunear los adherentes, quitándoles uno de los pocos privilegios que les quedan.

Ante estas perspectivas parece claro que desde la lógica de la racionalidad afiliarse a un partido, a menos que se tengan aspiraciones materiales concretas, no tiene demasiado sentido. Pero la política no se puede explicar sólo desde la racionalidad. Los individuos se siguen afiliando a los partidos porque siguen queriendo contribuir a una causa. A pesar de que periódicamente resuenan las tesis del fin de las ideologías, parece que lo que lleva a los ciudadanos sin aspiraciones a afiliarse a los partidos siguen siendo incentivos de naturaleza ideológica. Afirmaba Klaus von Beyme que sólo los partidos con una sólida base ideológica habían conseguido establecerse firmemente en los países europeos. Si ello sigue siendo así y hoy esa sólida base ideológica la proporcionan sobre todo los miembros sin aspiraciones, podría darse el caso, paradójicamente, de que esos guardianes de las esencias, esos miembros que a priori no cuentan, acaben resultando imprescindibles a los partidos para su propia supervivencia.

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