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Otra bandera es posible

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Juan José Téllez

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Banderas nacionales muy ponibles, ideales para manifestaciones de la gente de bien a la que no disuelve la policía. Banderas rojigualdas para lucir en la mascarilla fashion, que hasta en la profilaxis siempre hubo clases. Banderas de usar y tirar como guantes de latex por parte de esa legión de hispanos dícense de pura cepa que creen tener la escritura de propiedad de esta nación; y quizá la tengan.

Debo ser de los pocos españoles a los que les gusta España. Pero no me agrada su bandera. Y no porque el franquismo le pusiera un pollo en medio al mismo pabellón que, a grandes rasgos, simbolizó antes a la monarquía y a la I República, con su castillo y león correspondiente. No me entusiasma ese símbolo porque, hoy por hoy, sigue sin identificarnos a todos como tribu, más allá de intereses contrapuestos y de ideologías adversas. Yo no es que quiera ser compatriota de cualquier votante de Vox: es que lo soy.

Y aunque defendamos Españas distintas, lo único que compartimos para nuestra vergüenza al día de hoy es la riña que Francisco de Goya también tituló “Duelo a garrotazos”, en el que dos paisanos se atizan de lo lindo como en una metáfora de lo que quizá constituya la esencia del país que tendríamos que pensar en cambiar: hay estados que se cimentan en el amor y hay otros que arraigan sobre el odio, que me temo que es nuestro caso.

Esta semana, sin ir más lejos, unos energúmenos irrumpieron en la casa del cantante granadino Javier Cuesta, al que asaltaron y atacaron para obligarle a descolgar el pabellón republicano que lucía en su balcón. Patrioteros, en fin, que quizá anticipen –España no lo quiera--  nefastas noches de cuchillos largos.

En la hora presente, unos se apropian de la bandera de España y otros dejamos que se la apropien o la despreciamos como si no fuera con nosotros, como el trapo que representa tan sólo a unos parientes estrafalarios en cuya casa estuviéramos entenados. Así no vamos juntos, como nos desvelara Mecano, ni a la Puerta del Sol a tomar las uvas de Nochevieja para hacer, por fin, algo al unísono ese nuestro raro clan de cuyo nombre de familia se avergüenzan unos y otros lo exhiben como si, tan sólo por sí mismo, constituyera un mérito.

Ya la rojigualda identificaba de antiguo a cuarteles y a estancos, o colgaba en las ventanas sin que se supiera a ciencia cierta si dicho emblema identificaba a un nostálgico, a un constitucionalista, a un capillita o a un forofo de la Selección de Fútbol. Nos hace falta un nuevo contrato, de multipropiedad, en el que quepan incluso los españolísimos y los anti-españoles.

En las últimas semanas, por este país, han emergido más banderas que mascarillas, como si las primeras fueran ya de por sí terapéuticas. Y esgrimidas, eso sí, generalmente por personas cuyo sentido del patriotismo les llevaba a intentar desmantelar el confinamiento que, según casi todos los sanitarios, está sirviendo para contener la muerte de sus compatriotas. Como si estuvieran gritando algo tal que Viva España y que mueran los españoles.

“Recordemos que la prioridad número uno sigue siendo la pandemia”, escribía Ramón Lobo en su cuenta de twitter. “Ramón: la prioridad número uno sigue siendo la dignidad”, le respondía cordialmente Fernando Sánchez Dragó, uno de los firmantes del manifiesto que propone que dimita Pedro Sánchez y que vuelvan los tecnócratas del seílla, las letras y el televisor, que cantara Carlos Cano. Como si no fuera digno –da que pensar-- quedarse en casa para evitar una masacre o esperar a que escampe la tormenta para amotinarnos si fuera preciso contra el capitán del barco.

De entre todos los disparates de esta sublevación, quizá recordemos por siempre esa nación mutante con la bandera de España al cuello, como si fueran las barras y estrellas del Capitán América a manera de capa sobre el Capitán Apriori, ese superhéroe con superpoderes que parece arrasar en las redes sociales, en las tertulias y en cualquier sitio que haya desmemoriados que le presten oído.

Nunca entenderé tampoco ese otro simulacro de patriotismo, muy extendido por cierto, que pondera las hazañas bélicas y disimula ante las fechorías fiscales. Los hay quienes pavonean su patriotismo como si tan sólo ellos lo sintieran, pero al mismo tiempo esconden su patrimonio. Y están aquellos otros que se han dejado vencer por tanta contumacia y piensan que España sólo pertenece a la derecha, a las grandes empresas que suelen ser por cierto multinacionales, a la Santa Madre que es Apostólica y Romana o al sindicato de toreros, a excepción de José Tomás, que se sabe que es republicano.

Todo por la patria, de nuevo. Menos, por sus habitantes. Vuelve a avizorarse el destino trágico de las dos Españas, sin que parezca existir solución, en este bucle perverso. Quizá una tela no sirva siquiera ni para expresar el luto por casi 30.000 muertos de nuestra misma calaña, pero necesitamos darnos de alguna manera el pésame de esta pandemia mutuamente. Otra bandera es posible, aunque muchos no lo creerán necesario. Tal vez nos ayudaría a no conformar otra vez, en nuestro feroz imaginario, batallones enfrentados bajo el perpetuo fantasma de la guerra civil. Yo ahí lo dejo, aunque unos puedan llamarme vendepatrias y otros traidor. A Mariana Pineda pidamos que nos borde una. Me dan igual los colores, siempre y cuando no sean demasiado horteras.

El himno, en cambio, me agrada. Al menos, unos españoles pueden pensar que la marcha real es una marcha de granaderos forjada a fuego en las guerras de África y otros pensaremos que proviene de unas nubas de Al Andalus, aquel otro nombre que otros tuvieron siglos atrás para identificar lo que hoy es el territorio peninsular de España. Pero hay alternativas, en cualquier caso: quizá “Mi querida España”, de Cecilia, o “España, camisa blanca de mi esperanza”, que compuso Víctor Manuel e interpretara Ana Belén, podrían funcionar como un nuevo himno. Añejas, dirán algunos. Clásicas, defenderán otros. Y ya la tendremos liada.

En el fondo, yo prefiero el país contradictorio pero superviviente que pregona Loquillo: “De Lope, el amor, la rabia de Quevedo,/Espronceda, los Machado, Rocinante y Platero/Vivan las Cortes de Cádiz y el Himno de Riego./Yo, como Unamuno, contra esto y aquello”. Fin de la cita, salvo que corrijamos de una vez por todas la saña implacable de nuestra historia.

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