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Liberté, Egalité y Université: la caza de brujas del gobierno de Macron y la resistencia universitaria
Los hechos: el domingo 14 de febrero, Frédérique Vidal, la ministra de enseñanza superior e investigación, invitada de CNews, anuncia su intención de encargar al CNRS (siglas del Centro Nacional de la Investigación Científica) un “estudio” científico sobre el “islamo-gauchisme” -léase “islamo-izquierdismo” o “izquierdismo islamófilo”- que, según dice, gangrena las universidades francesas y lograr así diferenciar “investigación académica” de “militancia ideológica”. Se reitera en su propósito el martes 16 ante la Asamblea Nacional y aporta, como justificación, la necesidad de proteger a miembros de la comunidad científica, entiéndase, críticos de la denunciada tendencia “islamo-izquierdista”. Muchos ven en las palabras de la ministra ecos de su colega Jean-Michel Blanquer, ministro de la educación nacional, quien meses antes ya se había referido a la devastación que el “islamo-izquierdismo” estaría provocando en el mundo universitario francés, aunque el miércoles 17 de febrero, desde el derecha del gobierno representado por el ministro del interior, Gérald Darmanin, también vienen en France 5 las alabanzas de éste que califica el gesto de su compañera de valiente. Ese mismo día, sin embargo, ante las turbulentas reacciones provocadas de forma inmediata por las palabras de la ministra en el mundo universitario, Emmanuel Macron se distancia de ellas y la portavoz de su gobierno reafirma el compromiso del gobierno con la libertad académica sin que ello parezca no obstante tranquilizar al sector directamente concernido a quien no se le escapa que ya en octubre de 2020, en un discurso pronunciado por Macron en Les Mureux (título: “Lucha contra el separatismo- la República en acción”) las palabras del presidente habían sido inequívocas al deplorar el gradual abandono en el seno del mundo universitario de los tradicionales estudios sobre civilizaciones musulmanas, el Magreb, la cuenca del Mediterráneo y Africa, en favor de ciertas teorías provenientes de las ciencias sociales importadas de los Estados Unidos que habrían contribuido a la politización del debate intelectual.
Las reacciones no tardarían en hacerse sentir. El martes 16 de febrero la Conferencia de Presidentes de Universidades critica la caricaturización que del panorama universitario francés hace la ministra, mientras que el miércoles 17, el propio CNRS, a quien le sería encargado el estudio de la ministra, sale en defensa de la libertad académica y critica el intento de deslegitimar determinados campos de investigación, como los que se ocupan de los estudios poscoloniales o la discriminación, con el uso de un eslogan político (acuñado, por cierto, por la extrema derecha) que en realidad no corresponde a ninguna realidad científica). Ese mismo día, numerosos docentes e investigadores critican en redes sociales el ataque del gobierno a la libertad de investigación y la forma en que alimenta la retórica de la derecha extrema. Thomas Piketty, jefe de estudios en la Alta Escuela de Estudios en Ciencias Sociales, reclama en el periódico Libération la dimisión de la ministra denunciando su “genial idea” de acusar de complicidad jihadista al campo científico y firma una carta a la que se suman otras 600 personas del mundo académico denunciando en el periódico Le Monde la “caza de brujas”. Thierry Mandon, predecesor del Frédérique Vidal bajo el mandato de Francois Hollande, se suma a la crítica y señala lo absurdo de tratar de encomendar al CNRS la tarea de hacer de policía del pensamiento separando ciencia de militancia. Con sorna ejemplifica la dimensión del despropósito: Milton Friedman, ¿científico o militante? ¿Jacques Derrida? ¿Karl Marx? ¿Pierre Bordieu?
No toda la comunidad académica sin embargo, deplora la deriva censurista del gobierno de Macron. En los últimos tiempos son varios los intelectuales franceses, la mayoría varones blancos de una cierta edad, como Stéphane Beaud y Gérard Noiriel -autores de la reciente y polémica obra Races et Sciences Sociales: essai su les usages publics d´une catégorie- o Gilles Denis -fundador de Vigilance Universités, una red que agrupa en torno a 250 miembros de unas 60 universidades en defensa de la laicidad y contra el comunitarismo- que vienen denunciado lo que entienden como una contaminación del activismo imperante en los campus de EEUU y de su cultura de “cancelación del pasado”. De ellos se defiende una generación más joven de investigadores y docentes que, aunque de forma aún tímida, va poco a poco incluyendo también a personas de color o de religión musulmana y que ven en las denostadas teorías críticas (muchas de ellas, por cierto, nutridas de innegables aportaciones de académicos franceses) instrumentos analíticos indispensables para abordar los retos de una nación plural como la francesa que sin embargo, afirman, no ha sabido aún afrontar de forma madura su pasado colonial y el legado del racismo y la discriminación estructural en el que se ha traducido.
La virulencia del debate se explica también por un contexto que no podía estar más cargado. El mismo martes 16 de febrero, la Asamblea Nacional, aprobaba el proyecto de ley -ahora pendiente de aprobación en el Senado- en el que el gobierno de Macron llevaba meses trabajando para atajar “el separatismo islamista” en respuesta, entre otros, a los últimos atentados islamistas radicales como los que se tradujeron en octubre del 2020 en el asesinato del profesor de instituto Samuel Paty en Conflans (por mostrar en clase caricaturas del profeta Mahoma) o los que acabaron ese mismo mes con la vida de tres personas en una iglesia católica de Niza. En aras de la defensa de los principios republicanos, el proyecto se propone atacar el caldo de cultivo del que se nutre el radicalismo islámico y reprime las campañas de acoso instigadas por los radicales, permite un mayor control de la ideología y de la financiación extranjera de mezquitas y oenegés y castiga prácticas sexistas, pero también incluye medidas que desde el sector académico han sido criticadas por estrechar cada vez más -y en una lectura cada vez más sectaria y antiliberal del modelo de la laicidad francesa- el ámbito de expresión religiosa, ampliando cada vez más y de forma cada vez menos conexa con los poderes públicos, la obligación de “neutralidad” religiosa.
Pero si los atentados del 2020 y la respuesta del gobierno, desproporcionada o no, marcaban el contexto del revuelo universitario ante la crítica de los estudios raciales, poscoloniales y, en general, en materia de discriminación -materias que los diputados conservadores no dudan en meter en un solo saco-, también lo hacían sin lugar a duda otras expresiones de protesta recientes, como la protesta feminista en contra de la designación por parte de Macron de un ministro del interior acusado de violación y abiertamente crítico al movimiento #MeToo o las masivas protestas en París contra la violencia policial y el racismo estructural inspiradas por el asesinato del George Floyd. Y si el contexto nacional es determinante tampoco es ajeno el internacional, un contexto en el que los que denuncian la deriva antiliberal del gobierno de Macron identifican preocupantes similitudes entre dicho gobierno y otros como el Brasil de Bolsonaro o la Hungría de Orbán que también han convertido los estudios de género en blanco de feroz ataque para defenderse de lo que se denomina en este caso “ideología de género”, término también este carente de base científica alguna.
Confío en que si en un país como Rumanía la Corte Constitucional ha sido capaz de cortocircuitar de forma reciente la idea de prohibir los estudios de género, en uno como Francia, con una tradición democrática más consolidada, más allá de la retórica (que no por serlo resulta inofensiva) cualquier intento serio de limitación de la libertad académica fracase igualmente. Más me preocupa, sin embargo, que siga fracasando el modelo hasta ahora netamente asimilacionista que bajo el manto de la supuesta “neutralidad laica” se ha venido reforzando en Francia en las últimas décadas. Pues somos muchos los que sospechamos que la concentración de población de origen norteafricano en barrios periféricos en los que no se ha sabido promover el ascenso económico y social no sea únicamente (que también) el reflejo de malas políticas redistributivas y de la creciente desigualdad social que se cierne sobre todos nosotros, sino también la expresión de los fallos de un modelo que, en aras de un supuesto universalismo republicano, se ha mostrado incapaz de integrar la diferencia desde el reconocimiento de la importancia que tienen el respeto de la identidad cultural, étnica y religiosa de las personas para que estas se sientan tratadas con dignidad y puedan, de hecho, y no solo en papel, disfrutar en igualdad de esos derechos y libertades que la República les promete.
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