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Hacia la reconstrucción: tiempos para la Carta universal de deberes y obligaciones de las personas

La Carta de Deberes y Obligaciones propuesta por Saramago llegó a la ONU en 2018

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Ese día de medio siglo antes, el 10 de diciembre de 1948, la Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH) había sido proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas. De ahí que José Saramago le dedicara a este documento el discurso de recepción del Premio Nobel, recalcando la necesidad de proseguir en la construcción de hitos en la convivencia humana sobre las bases de igual libertad y dignidad de los seres humanos. Con su consabida conciencia social, Saramago aprovechó la ocasión para conminar a la comunidad internacional a completar la tarea, sugiriendo una Carta Universal de Deberes de las Personas, simetría de los Derechos. El objetivo: que todos y cada uno de los miembros de la especie humana nos sintiéramos directamente implicados en la consecución de ese orden de convivencia que anima la aventura de los derechos. Son sus palabras de aquel día de 1998: “Tomemos entonces, nosotros, ciudadanos comunes, la palabra, con la misma vehemencia con que reivindicamos los derechos, reivindiquemos también el deber de nuestros deberes. Tal vez así el mundo pueda ser un poco mejor”.

La Carta que reclamaba el escritor portugués por fin existe hoy. El texto es el resultado de varios años de trabajo por parte de académicos, juristas y miembros de la sociedad civil convocados por la Universidad Nacional de México con el apoyo de la World Future Society y la Fundación José Saramago. En 2018, la Carta Universal de los Deberes fue presentada al Secretario General de la ONU, António Guterres, a la Comisión de Derechos Humanos y debatida con los embajadores iberoamericanos ante la ONU. En la actualidad, instituciones como el Instituto Tecnológico de Monterrey y la Universidad Internacional de Andalucía suman sus esfuerzos para difundirla en el contexto de la reconstrucción necesaria que surge de la pandemia y que obliga a pensar en nuevas formas de concebir el contrato social. Está abierta a la firma por parte de todos los habitantes del planeta en el enlace indicado.

Tuve el privilegio de participar en el proceso de redacción del texto final en Lisboa y formo parte, con Ángel Gabilondo, Sami Naïr y Pilar del Río, del equipo español que solemnemente suscribió el documento en México. Hoy comparto con los lectores las claves de esta Carta de los Deberes Humanos que reivindica la ética de la responsabilidad y surge de una lectura republicana, actualizada y relacional de los Derechos.

Lectura republicana porque su articulación es básicamente el resultado del proceso de plantearnos de forma sistemática una serie de preguntas con respecto a los derechos ya universalmente consagrados tales como: ¿qué hace falta para que efectivamente se garanticen? ¿de dónde provienen, en la vida real, los mayores obstáculos para su cumplimiento? ¿quiénes y cómo podemos contribuir a su garantía? Por eso, sin eximir al Estado de su responsabilidad de garante último - el art. 1 de la Carta de Deberes reza: “Todas las personas tenemos el deber de cumplir y exigir el cumplimiento de los derechos reconocidos”-, cobra centralidad una noción de deber individual que, más allá de que se vea acompañada o no de mecanismos jurídicos de exigibilidad (es decir de que tengan carácter jurídico o moral), descansa sobre la idea, central en la tradición republicana, de la virtud cívica necesaria para garantizar la salud de las instituciones democráticas y las posibilidades de disfrute de los derechos. Baste, para entender la diferencia de enfoque en un contexto como el de la actual pandemia, contrastar los artículos 25.1 y 19 de la DUDH (el primero menciona que toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el segundo contempla la libertad de opinión y expresión y de investigar y recibir y difundir información y opinión) con los artículos 13.1 y 8.3 de la Carta de Deberes. El primero, referido a la salud, reconoce que “todas las personas tenemos el deber y la obligación de prevenir enfermedades y contagios, así como de hacer un uso racional y responsable de los servicios de salud”. El segundo, con respecto al derecho a la información, reza: “las personas y los medios de comunicación, incluidos los participantes de redes sociales, tenemos el deber y la obligación de velar por la veracidad de la información transmitida”.

Redactar una Carta de Deberes bien entrado el siglo XXI ofrecía, en segundo lugar, la posibilidad y planteaba la exigencia moral de una lectura actualizada de los derechos, que reflejase las nuevas titularidades de sujetos de derecho pero también los nuevos estándares en materia de derechos conquistados en los últimos 70 años. Así, mientras la DHDU se refiere de forma genérica al derecho de participación política en condiciones de igualdad (art. 21) y prohíbe la discriminación en base al sexo (art. 2), la Carta de Deberes va más allá y en su artículo 9.3 hace mención a la paridad de género como objetivo que debe vincular a todos, incluyendo partidos y organizaciones políticas. De igual manera, la Carta menciona en su art. 3 el deber de no discriminar por razones de identidad u orientación sexual, reivindicando de esta forma la condición de sujetos de derechos de los colectivos históricamente perseguidos por su condición u orientación sexual, colectivos que, cuando se proclamó la DUDH, eran aún penalmente perseguidos en la mayoría de los Estados. Los pueblos indígenas, totalmente invisibilizados en la DUDH, son ahora mencionados de forma explícita en el art. 11 de la Carta de Deberes. Como de forma explícita son mencionados el medio ambiente (art. 17) y los animales (art. 18) en reconocimiento de las precondiciones para la vida humana y del respeto a formas de vida no humanas en un orden equitativo y sostenible.

Con todo, tal vez la parte más radicalmente innovadora de la Carta consiste en la concepción relacional de los derechos que la inspira. Por un lado, la Carta descansa en una lectura de los derechos que reconoce su eficacia horizontal y no sólo vertical: de poco sirve reconocer derechos frente al Estado en un mundo en el que los verdaderos centros de poder no se limitan a los poderes públicos sino que, cada vez de forma más clara, se concentran en focos privados, como el tejido empresarial, los medios de comunicación, las iglesias, los partidos políticos y las organizaciones económicas, sociales y culturales. Por otro, la Carta invita de forma tácita a apartarnos de una lectura “propietaria” de los derechos y apuesta decididamente por una lectura relacional. No se trata de que vayamos por el mundo pertrechados con nuestros derechos como si fueran nuevas formas de propiedad de la que podemos, como decían los romanos, “usar y abusar” (ius utendi et abutendi) aunque incluso los romanos, esto se suele olvidar, añadían, como limitación, “hasta donde lo permita la razón del derecho” (re sua quatenus iuris ratio patitur). Antes bien, los derechos se plantean como generadores de formas de relación que se quieren fomentar desde la responsabilidad individual en un orden de convivencia justo.

Esta lectura relacional de los derechos que hace la Carta de Deberes descansa sobre cuatro pilares. Por un lado, se trata de poner el énfasis en el disfrute responsable, solidario y no abusivo de los derechos, recordando la función social de todos ellos (art. 2). Exige, en segundo lugar, aumentar la importancia que se atribuye en términos morales a la omisión y no solo acción, como cuando la Carta recuerda en su art. 4 : “la obligación y la responsabilidad de no participar ni condonar prácticas de violencia de género o explotación infantil”. Esencial es también poner énfasis en la dimensión intergeneracional de los derechos como hace el art. 17 de la Carta cuando menciona que “todas las personas y organizaciones económico-empresariales tenemos el deber y la obligación de conservar y exigir el cuidado del medio ambiente y la protección de la biodiversidad para el disfrute de las generaciones presentes y futuras”.

Por último, es clave destacar la centralidad de la interdependencia entre todos para articular nuevos derechos y deberes, como el del cuidado, que, a pesar de ser absolutamente centrales para la supervivencia de la especie, no merecieron mención específica cuando, históricamente, los varones se reunían a redactar cartas de derechos, mientras que sus consortes se encargaban del cuidado en sus hogares. El art. 19 de la Carta de Deberes nos recuerda sin embargo que “todos tenemos el deber y la obligación de contribuir al cuidado de personas dependientes, vulnerables y en situación de vulnerabilidad” y recupera así la centralidad del trabajo reproductivo y de los cuidados para la sostenibilidad de la especie.

¿Y con todo esto qué hacemos? Pues bien, no se trata principalmente de traducir de forma ni inmediata ni necesaria todos estos deberes en nuevas obligaciones jurídicas, pues nuestro ordenamiento jurídico contempla ya muchos de ellas en sus varias ramas. A nivel simbólico, tampoco es necesario, aunque pudiera ser oportuno, introducir la mención a los nuevos derechos o a sus nuevas concepciones en nuestras cartas constitucionales u otorgar mayor relevancia de la que tienen en la actualidad la mención a los deberes. De lo que se trata principalmente es de que, una vez conquistada la mentalidad de los derechos, emprendamos una profunda tarea de educación cívica que nos permita tomar conciencia de hasta qué punto esos derechos y su actualización dependen de que cada uno de nosotros, en nuestra individualidad, nos sintamos Estado, y por ende, garantes de derechos además de sujetos de los mismos, y de que lo hagamos a través de cada una de nuestras acciones, individual y socialmente empoderados. Es decir, de difundir la ética de la responsabilidad que José Saramago reclamó en Estocolmo. De ahí la oportunidad de este documento en la reconstrucción tras la pandemia y de ahí lo acertado de que países como Portugal hayan declarado que después del Estado de alarma y excepción lo que toca es el Estado de responsabilidad.

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