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Vivir como si fuera el último día
En Roma, los memento mori están en cada esquina. En su cementerio protestante hay una tumba preciosa, el Ángel del Dolor, que William Story dedicó a su esposa fallecida, Emelyn. Allí puedo pasar horas mirando esa escultura. Creo que no existe mejor representación del abatimiento del duelo.
Defiendo la muerte deseada, porque cada uno tiene el derecho de ponerle fin, lejos del sufrimiento y el deterioro. La muerte natural se asume, aunque jamás cuando viene a destiempo. Pero la muerte provocada me indigna. Las circunstancias que empujan al suicidio o que asesinan… Morir de hambre en la sociedad donde se tira comida. Morir de precariedad en la era del desarrollo. Morir de soledad en la sociedad de las redes. Los fallecidos en los desiertos que no alcanzan su destino. Los que no reciben flores en sus lápidas sin nombre por ser migrantes. Las mujeres que gritaron auxilio antes de ser asesinadas por sus parejas. La desvergüenza de usar fosas que oculten o convertir el mar en un cementerio con los cadáveres de los más indefensos… Esas muertes son todas nuestras. Y nos deben pesar y hacer pensar, porque cuando se ignoran hacemos que la vida no valga nada.
Creo que, en parte, evitamos hablar de la muerte para no ver esos fallecidos que nos negamos a reconocer. Y, también, porque no queremos asumir que, en parte, no vivimos. En los colegios debería de existir la asignatura “Aprender a vivir”. Aprender a vivir sin los “peros” y sin los “y si” que nos frenan. A valorar y estar con el que se queda y saber prescindir de quien nunca está. Aprender a decir te quieros sin miedo y sin vergüenza, abrazar y reconocer… Todas esas cosas que luego nos pesan en la agonía, en un tiempo de descuento que ya no permite rectificación.
Estas cosas, por supuesto, no las valoraba de pequeña. Primero, conocí algo de la muerte con mi primera canaria. Luego, aprendí que me ocasionaba miedo cuando mi compañera de pupitre nunca jamás volvió. Después, me desbordó la muerte de mi abuelo. Acudía a mi madre para saber si ella me lo explicaba y supe que era algo que ni los adultos entendían.
De pequeña también pensaba que, de alguna manera, se podía viajar donde están los muertos. Aún fantaseo con ello. Me imagino llegar y acercarme a una especie de recepción. Preguntaría por mi abuelo y por mis tías. Me ataría a ellos con un abrazo. Y les preguntaría de todo, porque me siento ahora con más dudas y más perdida que cuando era pequeña. También pediría conocer a la abuela que nunca pude ver. Y ya puestos, me escaparía por si puedo viajar a otras épocas… para quedarme un rato a solas con Federico, para llorarle y reírle. Antes de irme, pasaría a buscar a los familiares de algunos amigos: decir a un padre que se sienta orgulloso de su hijo porque es de lo mejor que he conocido; confesar a una madre que su hija la recuerda cada día; o desvelar a una hermana pequeña que aprendo mucho de su hermana mayor, igual de luchadora que siempre. También me gustaría ver a mis canarios, desde Deisy a Paqui. Y que luego me dejaran marchar a casa, sabiendo que ellos me esperan algún día. Quizás, esto explica que cuanta más gente me falta, menos reparo me da la muerte.
Por eso, a veces, pienso en mi funeral. Con esa lista de mis canciones que tengo preparadas. Y, si fuese posible, una despedida como en Big Fish. Que fuera en un paisaje muy verde, con todas las estaciones, con nieve, con chopos y eucaliptos. Y con todas las personas de mi vida: mis profesores, mis compañeros, mis amigos de verdad, mis amores (los fracasos y las alegrías), mis mascotas revoloteando... Y, luego, que los míos me dejaran en el agua, para empezar a vivir.
Cuando me negaba a admitir la muerte, una doctora del hospital me regaló un libro, “Miedo”. Me aportó una visión algo más ajustada a mi escepticismo: pensar que seguimos vivos a través de los demás. Que, en cierta manera, si mi madre moría, ella viviría dentro de mí, en mi sangre, en mi ADN… Y que todo es una transformación. Igual que la nieve se convierte en agua, el agua llega al mar, se evapora, se transforma en lluvia y, con el frío, de nuevo, en nieve. Lo sé. Es un cuento. Pero es mi cuento para que escueza esto un poco menos.
No me molesta hablar de la muerte. Existe. Y taparse los ojos no impide que llegue. Porque, además, hay cosas que temo más. Aquellos que están aquí en vida, pero que no están, que andan muertos, ausentes. Y aquellos que están, pero muertos de conciencia: los más peligrosos. Y la probabilidad de pensar que los de mi generación podamos morir de pobreza, sin pensiones, sin un techo y sin comida. En la muerte hay clases. Desde los que son enterrados con honores y pompas fúnebres, hasta los que quedan sepultados en el silencio. Creo que la inmensa mayoría nos conformamos con quedarnos en la mitad. Con una mano que nos sostenga en el último suspiro y que alguien nos recuerde en su memoria.
Esto no es un texto sobre la muerte. Es sobre la vida. Porque termina y se va. Y no nos damos cuenta de todas las cosas que nos quedan por hacer y por las que luchar, para que tampoco muera lo que queda de belleza y justicia por aquí, y da sentido al día a día.
Tengo un compañero que lleva tatuada una tumba y, de ella, sale una mano que se agarra a la tierra. Dice que con eso no quiere olvidar que de todo se sale… Que cada uno lo resuelva a su manera pero que viva, como pueda y todo lo que pueda, como mejor forma de resistencia frente aquellos que se empeñan en amargarla. Vivir con deseo y arriesgarse. Vivir como si fuera el último día, el último minuto, con su último segundo.
Vivir, sí... y que nos dejen vivir.