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Misa por los caídos en Sevilla, la ciudad fascista

Antonio Fuentes, periodista y escritor

6 de noviembre de 2025 21:18 h

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Una noche de la primavera de 1936, unos chicos escalaron hasta el balcón de la sede de Falange en Sevilla, en la Avenida de la Libertad —hoy, de la Constitución—, y arrancaron el yugo y las flechas. A la mañana siguiente, los mismos chicos ocultaron en un camión el ostentoso emblema —de hierro forjado, color rojo, al que llamaban el cangrejo— y lo llevaron hasta la barriada del Tiro de Línea, localizaron la casa del alcalde y llamaron al timbre. Cuando el alcalde abrió la puerta, descubrió el “regalo” y lo introdujo en la vivienda antes de que lo vieran los vecinos. El yugo permaneció tapado en el patio; luego el alcalde —bromista— lo enseñaba a las visitas, lo convirtió en un chiste doméstico; con el tiempo, sus hijos lo recordaban encima de la mesita de la sala como un objeto familiar más. El 18 de julio de 1936, detenido por los sublevados de Queipo de Llano, su hermano acudió a la casa familiar y arrojó el armazón al pozo del patio, donde es posible que siga.

Esta anécdota la supe muchos años después de conocer al hijo de aquel alcalde, en cuyos testimonios basé mi primera novela, La huella borrada (Plaza & Janés, 2023). Al escucharla de improviso en un hombre de más de noventa años y tras más de cinco años de investigación, pensé que la escena la habría visto en una película. Pero, al compartirla con historiadores, me hablaron del acto reflejo de la tragedia y del “miedo genético”. Salí de dudas cuando, en la hemeroteca, encontré un recorte que informaba del robo.

El miedo a la Falange estaba justificado. No en vano, falangistas y comunistas se estaban matando en la calle. Los republicanos, como el alcalde Horacio Hermoso, aplicaban el peso de la ley: detenían a los implicados, juzgaban a los responsables y cerraban las sedes políticas. José Antonio, el líder de Falange, ya había proclamado la “dialéctica de las pistolas”.

El origen se remonta un año antes, en Aznalcóllar. Cuatro falangistas cometieron la “chiquillada” de desplazarse al pueblo más rojo de la provincia para vender y difundir su periódico, Arriba. Los obreros lo entendieron como la provocación que era; apuñalaron a uno. Al día siguiente acudieron unos treinta falangistas a “hablar” con el alcalde. Los estaban esperando. La pelea duró dos horas y se saldó con una pedrada en la cabeza al líder de los falangistas desplazados y, ya en el suelo, cuatro disparos a bocajarro.

Sus compañeros quisieron llevar el cadáver a la capital. No se les permitió y lo enterraron mientras los obreros apedreaban la comitiva. El herido por arma blanca acabó falleciendo en el hospital. El taxista que condujo a los falangistas también fue acribillado. La prensa nacional se hizo eco. En el juicio, Primo de Rivera defendió a los suyos. Al líder fallecido le celebraron una misa de réquiem en la iglesia sevillana del Santo Ángel, donde continúan recordando a Primo de Rivera cada 20 de noviembre.

Noventa años después, este viernes, otros cachorros —Juventudes Falangistas de España y el Sindicato Español Universitario (SEU)— han organizado una misa en otra iglesia sevillana. En el cartel que promociona el acto, el primer homenajeado es aquel líder fugaz.

La dialéctica no terminó ahí.

Los comunistas se negaron a trabajar en un cabaret con un camarero afiliado al sindicato falangista. Los falangistas respondieron con pistolas y los tirotearon. La réplica: acribillaron al camarero, de 21 años. Segundo nombre de la lista.

Descubrieron a dos falangistas que habían participado en Aznalcóllar pegando carteles de Arriba en la calle San Vicente. Tercero y cuarto.

Los falangistas dispararon a la sede comunista y mataron al director de su periódico, La Verdad. Los comunistas organizaron un mitin antifascista para protestar por sus muertos; a la vuelta, reconocieron a un muchacho de 18 años. Cuatro tiros: quinto nombre.

Un herrero, padre de familia, regresaba a casa cuando, en el canal que une Amate con Ciudad Jardín, lo reconoció un grupo de chavales, le dispararon a bocajarro y huyeron. Sexto nombre. A este último, Falange le colocó una lápida necrológica; la última vez que pasé seguía allí.

Hubo alguno más. El 1 de mayo, a la vuelta de la manifestación, un hombre saludó al estilo fascista y fue tiroteado, aunque, al parecer, se trató de una confusión. No así con otros dos, acribillados —uno con trece balazos en la cabeza; el otro, dos en el pecho— cuando desayunaban tras trabajar en la Lonja del Barranco. En el recuento falta un soldado falangista tiroteado en la Torre de la Plata por hacer el listado de quiénes trabajaban y quiénes no en la empresa de su padre. Sevilla fue la provincia con mayor número de falangistas muertos a manos de sus adversarios en relación con los asesinatos que ellos perpetraron. Al recuento de muertes políticas de aquella primavera de 1936 hay que añadir el asesinato de un requeté, el del director de la cárcel provincial mientras tertuliaba en el bar Sanlúcar y el intento fallido de acabar con la vida del presidente de la Audiencia Provincial, estos dos últimos atribuidos a anarquistas.

Todo ocurrió en una primavera convulsa que no impidió la celebración de sus fiestas mayores: la Semana Santa y la Feria, éxitos atribuibles a aquel alcalde.

En verano, el 18 de julio, Horacio se encontraba en el Ayuntamiento cuando Queipo de Llano tomó el centro de Sevilla con sus fuerzas, en su mayoría jefes militares de segundo rango. A ellos se sumaron apenas quince falangistas de los 1.500 que le había prometido su amigo el torero El Algabeño.

Ignoro si estaba entre ellos el jefe de Falange, Joaquín Miranda, a quien Queipo ofreció la Alcaldía; como la rechazó, recayó en Ramón de Carranza, hijo. De esta estirpe de origen gaditano —y del fascismo— me he ocupado en otra novela, Los leones de Rota (Plaza & Janés, 2025), en la que indago en la labor sangrienta de “control y depuración” de estas agrupaciones en los primeros meses del golpe. En otoño, a finales de septiembre, una brigadilla falangista trasladó a Horacio del cuartel en el que estaba retenido hasta las tapias del cementerio. Lo fusilaron junto al hermano de un dirigente socialista que no estaba implicado en política y lo arrojaron a una fosa común. La semana pasada aún se reivindicaba la apertura de esa fosa que alberga más de 2.500 cuerpos. No había muchos jóvenes; no suele haberlos.

El hijo del alcalde se hizo las pruebas de ADN en 2019 para cotejar su sangre con los restos de su padre. Murió esperando.

En vida reprochó a Sevilla convertirse en una ciudad fascista, enaltecer a los asesinos y dejar a las víctimas esperando justicia y reparación. Vivió como un autoexiliado de su ciudad y amó Barcelona.