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En Abierto es un espacio para voces universitarias, políticas, asociativas, ciudadanas, cooperativas... Un espacio para el debate, para la argumentación y para la reflexión. Porque en tiempos de cambios es necesario estar atento y escuchar. Y lo queremos hacer con el “micrófono” en abierto.

Una mirada desde los márgenes

Zona Norte de Granada

Youssef El Ayad

Responsable de Educación de Granada Acoge —

Crecí en un barrio arrinconado, apartado del centro. Un barrio que ha ido creando sus propias dinámicas de convivencia y de poder, porque el resto de la ciudad ha optado por ignorar su existencia. Pareciera que las personas que vivimos aquí no merecemos tanta atención, como si no hubiera urgencia de solucionar nuestros problemas porque ya estamos acostumbrados a vivir en medio de la precariedad.

La problemática del barrio a veces parece inabarcable. En demasiadas ocasiones he escuchado cómo los técnicos que intervienen en esta realidad compleja y los políticos de turno expresan con total frialdad que la única solución posible sería arrasar con todo y volver a empezar a construir el barrio desde cero. Y los que hemos crecido entre estas calles abandonadas a su suerte sentimos tanta impotencia que a menudo tenemos la tentación de tirar la toalla. El sentido común te dice que lo mejor que puedes hacer es escapar de esta realidad conflictiva y olvidar que provienes de un barrio estigmatizado y olvidado, donde parece imposible prosperar: optar por el individualismo porque no hay nada que puedas hacer por el bien común.

Sin embargo, no puedo ni quiero desentenderme. Donde otras personas sólo ven deterioro, yo veo las calles que han albergado los juegos de mi infancia y en las que tienen lugar innumerables conversaciones y bromas entre vecinos, ya sea en la tienda de la esquina o en la cola de la panadería. Nuestro pequeño piso en uno de los muchos bloques de edificios es fruto de la ilusión y el sacrificio de mis padres por ofrecernos un futuro con mayores oportunidades, aunque –como tantas otras familias– hayamos sufrido en nuestras propias carnes la ineptitud de una administración que rehuye toda responsabilidad para garantizarnos el derecho a una vivienda digna. El barrio entero está poblado por familias como la mía, de gente humilde y trabajadora que trata de salir adelante en medio de la adversidad.

Cuando se habla de mi barrio se suele resaltar el peligro de un enfrentamiento entre payos y gitanos o entre autóctonos e inmigrantes. Aunque en un contexto de pobreza siempre se acaba enfrentando a las distintas comunidades por la escasez de recursos, nunca se ve la otra cara de la moneda: que en los últimos años se han ido tejiendo lazos vecinales donde antes había mayor recelo.

Cuando yo era pequeño era raro, por ejemplo, que un niño español pasara la tarde jugando en la casa de su amigo de origen marroquí, y ahora observo cómo los chavales de familias de distintas procedencias entran y salen de las casas, interactuando con total naturalidad. Ilusiona pensar en la identidad compleja de estos chavales, en cuyas manos estaría la construcción de una sociedad mucho más abierta y plural que la que tenemos ahora.

No obstante, el barrio se sigue deteriorando, la violencia está escalando y mi mayor miedo es que esta dinámica de convivencia intercultural se rompa abruptamente por factores externos.

Es fácil culpar a las personas del barrio por la situación de deterioro y violencia creciente, pero existen causas estructurales detrás de esta realidad, como la situación de la vivienda, el abandono institucional, la falta de perspectivas a futuro, el desempleo o la imposibilidad de un acceso efectivo a una buena educación. Mientras las distintas administraciones se desentienden escudándose en que ninguna de ellas tiene las competencias para comenzar a solucionar los problemas –peleándose entre ellas en lugar de trabajar de forma coordinada– la gente debe soportar una realidad cada vez más asfixiante y, en la mayoría de casos, es injustamente criminalizada.

El trapicheo de drogas es la única salida que encuentran algunos jóvenes que no tienen las herramientas o las capacidades suficientes para remar contracorriente y forjarse un futuro distinto al que parecen condenados. Muchos de estos chavales no conocen otra realidad que la que los rodea, por lo que han normalizado la desigualdad y las consecuencias de la precariedad. Son el eslabón más vulnerable de un lucrativo negocio que ha aprovechado la falta de presencia institucional para imponer sus propias estructuras de poder. Y son, además, las víctimas de la estigmatización de un barrio en el que nada cambia, porque el resto de la ciudad lo observa desde lejos con indiferencia.

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