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Sobre este blog

El Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) cuenta con 24 institutos o centros de investigación -propios o mixtos con otras instituciones- tres centros nacionales adscritos al organismo (IEO, INIA e IGME) y un centro de divulgación, el Museo Casa de la Ciencia de Sevilla. En este espacio divulgativo, las opiniones de los/as autores/as son de exclusiva responsabilidad suya.

Cuando Tarteso nos miró a los ojos

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El Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) cuenta con 24 institutos o centros de investigación -propios o mixtos con otras instituciones- tres centros nacionales adscritos al organismo (IEO, INIA e IGME) y un centro de divulgación, el Museo Casa de la Ciencia de Sevilla. En este espacio divulgativo, las opiniones de los/as autores/as son de exclusiva responsabilidad suya.

Quien de pequeño haya soñado alguna vez con ser arqueólogo ha tenido que visualizar en su cabeza el momento de realizar un gran hallazgo. Ser Howard Carter a punto de entrar en la tumba de Tutankamón o Heinrich Schliemann soltando la Ilíada para tomar entre sus manos el recipiente de cobre en la que se guardaba el tesoro de Príamo. Persiguiendo a Carter y Schliemann, te formas, te autodenominas arqueólogo y te enfrentas tus primeras excavaciones con la ilusión de un niño, para, a continuación, darte cuenta de que la Arqueología es mucho más que piezas vistosas adornando una vitrina. Por ello, de manera inconsciente, mitigas esa fantasía infantil que parece más apropiada para una película de Indiana Jones que para tu día a día en el trabajo. Pero nunca sabes las sorpresas que te esperan escondidas bajo la tierra. Esta es la historia de cómo un grupo de arqueólogos cumplieron ese sueño que tenían de niños.                                 

Estaba amaneciendo, llevábamos apenas dos semanas de excavación en el túmulo tartésico de Casas del Turuñuelo (Guareña, Badajoz) y en la nueva cata abierta todavía nos encontrábamos un par de metros por encima del suelo original del antiguo edificio. Entre el subir y bajar de los picos, apareció en la tierra una piedra de forma extraña. Pasó por todas las manos de los que estábamos en el sector, le dimos vueltas una y otra vez. Un fragmento de escultura era seguro, pero saber qué representaba ya era otro cantar. Algunas ideas saltaron al aire: “una pata de león quizás”. Finalmente, Pedro cogió el fragmento y, bajando el túmulo, se encaminó a dejarlo en el laboratorio que habíamos organizado en una de las naves del yacimiento para que lo limpiaran. A la luz del sol, que ya despuntaba por encima de la sierra de Yelbes, Pedro volvió a mirarlo y las sombras de la pieza dibujaron la forma de un ojo que le devolvió la mirada. Rehízo sus pasos corriendo y gritando a su compañera: “¡Guiomar, Guiomar, tal vez estoy alucinando!”. Al orientar los dos el fragmento no sólo se distinguía el ojo, ahí estaban también la nariz y la comisura de la boca. La primera cara encontrada de la cultura tartésica estaba entre sus manos.

El hallazgo sobrepasaba los límites

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