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El “Mount Olympus” de Jean Fabre en 14 entradas de diario

Monte Olimpo (Foto: Teatro Central)

David Montero

Me siento en el patio de butacas del Teatro Central, en primera fila. Me reciben dos hombres vestidos con telas blancas a modo de túnicas que miran hacia el infinito. Hay también seis mesas con manteles blancos, dos lámparas a media altura y una gran foto proyectada de un hombre desnudo. Cuando la función comienza, entran otros dos hombres con tela a modo de taparrabo que caminan por todo el escenario a cuatro patas, mientras los dos primeros se quitan ceremoniosamente sus ropas. Entonces, los que van a cuatro patas ponen su boca justo en el culo de los otros. Hablan. Lo que dicen es incomprensible, pero es luego gritado por los otros dos, como si las voces los atravesaran. El resultado es, al tiempo, sublime y grosero. Una broma de mal gusto y un sueño lleno de significados, pero imposibles de concretar.

Sábado, 19:55h

Hay un oscuro. En él, se oye el chocar de cadenas contra el suelo. Se van encendiendo las luces de catorce lámparas que cuelgan del peine del escenario y que han ido subiendo y bajando a distintas alturas. Ahora están a un metro del suelo. Por fin, vemos a cuatro hombres y cuatro mujeres saltando a la comba con esas cadenas. De vez en cuando, dejan de dar saltos y usan la cadena como látigo, mientras entonan cánticos militares, el primero de los cuáles empieza con la pregunta ¿cuál es el daño que más duele? La acción se prolonga muchos minutos. Desde mi cercanía, voy observando el agotamiento de los intérpretes. Comienzan a trastabillarse, alguno se detiene un instante y resopla, pero inmediatamente continúan. Veo, oigo, huelo, toco, mastico su cansancio. Los minutos se suceden como sus saltos. Pienso: ¿Qué hacéis, locos? ¿No os dais cuenta de que aún os quedan veintitrés horas? ¿No vais a dejar nada para luego? Pero no, no dejan nada para luego. Siguen saltando exhaustos. Siento el peligro del error, de la cadena golpeando en sus cuerpos. Como quería Aristóteles en su Poética, siento compasión y temor. Y los amo. Desde este momento, irremediablemente los amo.

Sábado, 20:45h

Una mujer madura, quizá la de más edad de elenco, coloca una sábana en proscenio y va recogiendo trozos de carne que en una escena anterior han quedado esparcidos. Miro de reojo el programa y leo “Duelo de Hécuba”. La sangre va manchando la tela blanca de sus vestidos, mientras ella mira con amor cada trozo de carne sangrante. Cuando todos están sobre la tela, se arrodilla y pregunta: “¿Por qué? ¿Por qué había que matarlo?” Mientras sigue hablando, a mí me llega el olor de la carne y me cruzan la mente imágenes del horror que he visto en televisión y que ocurren siempre lejos, tanto como esté el sofá de la tele en cada salón. Al final, envuelve los trozos de carne en la tela y con ese guiñapo a modo de niño muerto se va preguntando cada vez más débilmente: “¿Por qué?”.

Sábado, 21:20h  

Tras temer por mi integridad física mientras “Odiseo doma la serpiente”, es decir, agita y golpea una cadena de varios metros aparentemente fuera de control y que demasiadas veces golpea demasiado cerca de mí, doce intérpretes se unen a Odiseo para representar, leo en el programa, “Las fases del duelo”. Repiten a coro una vez tras otra: “No, no, no, no, joder, joder, joder, llévame a mí, llévame a mí”. Luego, se arrodillan y respiran. Lo que empieza siendo una salmodia neutra y colectiva, se va individualizando y transformando. Así, en una se convierte en grotesca, el otro en lamento desgarrador, clamor épico, gritito ridículo, súplica hastiada, estallido de rabia,… Paso de la risa al estremecimiento y vuelvo a la risa. El dolor y su parodia, la estupidez de revelarse contra lo irremediable, la insignificancia de la persona ante la desgracia.

Sábado, 22:30h

Estoy en la cafetería del teatro. Pido una cerveza y como algo. Llevo tres horas y media viendo el espectáculo y como con cierta prisa para no perderme lo que está pasando. No he tenido ni un instante de aburrimiento. No puedo evitar acordarme de una obra de microteatro (quince minutos de duración) en la que a los cinco minutos estaba tan aburrido que los diez restantes me parecían una eternidad. Y lo fueron.

Domingo, 00:00h

Edipo, un hombre con los ojos tapados por parches, el torso desnudo, una tela blanca tapándole de cintura hacia abajo, tartamudea palabras sobre su cruel destino. Gatea, se desespera, se lamenta, vuelve a tartamudear. Fa-fa-fa-fater (padre). Es la tragedia del hombre que mató a su padre y cohabitó con su madre y ahora lo sabe. Y clama a los cielos, juguete del destino, odiando el lenguaje y, sin embargo, necesitándolo para gritar el horror ciego que lo asola. Finalmente, queda tumbado, exhausto pero incapaz de sosiego. Entonces, a los golpes de tambor de Dioniso, jovencito, pelirrojo, rollizo y descarado, siete hombres agitan sus penes con firmes movimientos de pelvis mientras se van despojando de su ropa. Es una oda al falo. Cuando ésta termina, entre aplausos, Edipo se une a los otros y bailan juntos un syrtaki con la música de Zorba el griego y la voz de Anthony Quinn de fondo. Hay risas y aplausos. Esla celebración de la energía masculina, del hombre más allá (antes) de las perversiones del heteropatriarcado. La mujer que está sentada a mi lado me pregunta ¿eso duele? Le respondo que nunca lo he probado.

Domingo, 01:45h

Los intérpretes entran en escena con sus sacos de dormir y se van tumbando. Es la hora del primer descanso que dura cincuenta y cinco minutos. Salgo al bar del teatro. Fumo. Tomo otro bocadillo. Pienso que aunque ahora me fuera, ésta sería la obra más larga que habría visto en mi vida. Mientras mastico el bocadillo de atún con mayonesa, cruzan por mi mente imágenes: hombres y mujeres follándose macetas, asesinatos a cámara lenta rociados con Ketchup, una mujer que finge una felación con su lengua en sus pómulos, gente que ríe y cae dormida y vuelve a levantarse y reír, un hombre que lucha con una corona que pesa tanto que le hace caer. Todas están en la obra, todas cuentan sin contar fragmentos de tragedias.

Domingo, 03:00h

Cuatro mujeres bellísimas están sentadas en las mesas y abren las piernas mostrando sus sexos rasurados. Los van decorando con pétalos de flores. A una de ellas la tengo muy cerca, sigo en primera fila; sin embargo, no hay nada sexual en mi mirada. No me excito, no deseo. Es una diosa, yo soy un simple mortal.

Domingo, 03:40h

Una mujer rubia se para delante del público, en el centro del escenario, muy cerca de mí. Es Fedra y dice: “Los rumores son ciertos, soy una esposa fiel”. En sus palabras cala lentamente, con la fuerza de lo irremediable, la confesión de su deseo prohibido por su hijastro. Su cuerpo se estremece intentando esconder la lubricidad, la lascivia que lo recorre y corroe. Sufre y goza. ¿Sufre por su deseo o por la represión de ese deseo? ¿La excita la culpa? ¿Hay alguien capaz de resistirse a ese deseo oscuro cuando le inunda y le viola?

Domingo, 04:30?

Yo, que he cruzado el Atlántico sin poder pegar ojo, me veo descabezando un sueño con la cabeza apoyada en la butaca. Dormito y despierto. No sé qué he soñado y qué he visto. Para Mount Olympus, Jan Fabre dice haber indagado en las relaciones entre sueños, inconsciente, oráculos y tragedia griega. Recuerdo un verso de Cernuda: “Tu nombre envenena mis sueños”.

Domingo, 06:00h

El sueño me vence y me tumbo a dormir en un sillón del hall del teatro. Cuando despierto, me cuentan que me he perdido a Hércules hablando mientras una serpiente, en realidad la mano de otro hombre, se introduce en su culo, hasta más allá de las muñecas repetidas veces. Ya lo veré en youtube.

Domingo, 10:00h

A golpes de tambor, van despertando los durmientes tras el segundo descanso, mientras Clitemnestra les grita. Los intérpretes se agitan dentro de los sacos de dormir. Se ponen a cuatro patas, vuelven al suelo, se ponen de pie con los sacos enredados en sus tobillos. Gritan. Imposible saber si de exaltación o agotamiento. Sus sombras se proyectan sobre el fondo blanco. Me siento en la caverna de Platón. Se suma una flauta pastoril y bailan una tarantela lúbrica en la que agitan sus pelvis a cuatro patas; mitad animales, mitad máquinas. Pasan minutos, muchos. Vuelven por enésima vez a superar los límites del agotamiento. Enardecidos, les aplaudimos desde el patio de butacas. Son héroes y heroínas. Mitad hombres, mitad dioses.

Domingo, 10:40h

Clitemnestra e Ifigenia giran sobre sí mismas y alrededor de Agamenón. Clitemnestra se marea y reprime las arcadas. Ambas siguen. Antes, mientras lavaban a la actriz que representa a Clitemnestra, ésta lloraba. No puedo evitar pensar que lo hacía porque sabía que había llegado el momento en que iba a tener que reprimir sus arcadas y, quizá, tragarse su propio vómito. Por primera vez, esa superación de los límites del agotamiento no me hace admirarles y amarles. Me siento incómodo. Me enfado porque me parece que Jan Fabre me hace cómplice y testigo de una ceremonia sadomasoquista, en el que vibro y disfruto con el sufrimiento ajeno. Me salgo a tomar el sol. Me dejo un buen tiempo fuera. Necesito desconectar, reconciliarme con lo que estoy viendo. No quiero encarar la última parte del espectáculo desde esta sensación. Mientras estoy fuera, me cuentan que Clitemnestra, con el rostro y las ropas ensangrentadas, golpea hasta la extenuación un trozo de carne contra el suelo lleno de pétalos rojos. Me imagino, con palabras prestadas por Lorca, una naufragio de sangre.

Entro y salgo de la sala con frecuencia. Intento curar mi amor por los intérpretes y lidio con el cansancio de tantas horas sin dormir: las piernas me duelen, la cabeza se me va, tengo hambre y no tengo ganas de comer. Dos momentos se me quedan resonando cuando escucho a Áyax exclamar “¿Acaso la palabra héroe os ofende?” y las palabras de Filoctetes: “Lo único que tengo para daros es mi herida. (…) Vosotros sois mi herida. Yo soy vuestra herida.”

Domingo, 17:55h

Comienza la recta final del espectáculo. Las mesas se despojan de sus telas blancas y dejan ver la estructura metálica. En cada una de ellas, un ventilador. Seis personas están sobre las mesas con bolsas llenas de purpurina y botes de pintura, junto a ellos, en el suelo, otras seis personas corren. Todos cantan. Los de las mesas rocían a los de abajo que, sin dejar de correr, van pareciendo cuadros de Pollock. Al final de cada secuencia, gritan al unísono: “Somos vuestros héroes. Dadme todo el amor que tengáis”. Todos gritamos y aplaudimos. El increscendo ya no decae. Una extraña y hermosa comunión entre el escenario y el patio de butacas carga de electricidad la sala y nos deja en un estado catártico. Los intérpretes son al tiempo héroes y víctimas sacrificiales. Son el chivo expiatorio que purga (qué es la catarsis sino una purga, una purificación). Yo, que no bailo ni en las discotecas, me veo bailando y gritando como un hooligan. Dejo de ser yo, de prestar atención a lo que me pasa, a lo que pienso. Hay una alegría que no es mía o que, precisamente, lo es porque no me pertenece. Les doy a los intérpretes todo el amor que tengo y, por un instante, mi yo se diluye en algo superior que me calma porque “cansa mucho ser uno mismo todo el tiempo, irremisiblemente” y me trasciende. En estos tiempos, en que la palabra éxtasis se usa casi siempre para nombrar una droga, siento que vuelvo a entender su significado original: me libro de los límites físicos y temporales y vislumbro el pasaje de la eternidad.

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