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El escaparate digital de la infancia

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Una niña baila frente al móvil de su madre. Un niño cuenta un secreto entre risas mientras su padre lo graba en el coche. Los vídeos acaban en Instagram o TikTok. Cosechan likes, comentarios, “¡qué monada!”. Parece inocente. Pero en ese gesto cotidiano hay una puerta abierta —sin cerrojo ni cortina— a un mundo donde la intimidad infantil se convierte en contenido. Y no siempre en manos seguras.

La sobreexposición de menores en redes sociales no es un problema nuevo, pero lo es creciente, normalizado y, sobre todo, invisibilizado. A menudo, los riesgos se disfrazan de ternura. En nombre del orgullo materno, paterno o familiar, niñas y niños son compartidos sin preguntar, sin medir, sin dimensionar las consecuencias de que su imagen, su voz o sus emociones pasen a formar parte del archivo público de Internet.

No hablamos únicamente de bebés en sesiones de fotos de bienvenida al mundo o de hermanos posando para la vuelta al cole. Hablamos de fragmentos de vida que deberían quedarse en la esfera íntima y que, sin embargo, se exponen ante una audiencia que, por muy bienintencionada que sea, no tiene por qué tener acceso. El término sharenting define esta práctica cada vez más extendida. Pero su benignidad aparente no debe engañarnos: estamos ante una forma sutil y sistémica de vulneración de derechos.

Según datos de Save the Children, el 97 % de la juventud española asegura haber sufrido algún tipo de violencia sexual digital durante la adolescencia. Esa cifra desgarra porque nos dice que la práctica totalidad de nuestras hijas e hijos han tenido contacto con un tipo de violencia que se cuela en su vida sin manos visibles, sin agresor físico, pero con impacto real. Y muchas veces, el inicio del recorrido no está en lo que ellas o ellos deciden hacer, sino en lo que personas adultas publicaron de su vida cuando aún no podían opinar.

El Comité de Expertos para la Creación de Entornos Digitales Seguros para la Infancia y la Juventud, convocado por el Gobierno de España, ha identificado como urgente limitar la presencia de menores en redes sociales. Proponen regular la edad mínima de acceso, establecer sistemas de verificación efectivos y legislar sobre el uso de su imagen incluso cuando es la propia familia quien la publica. Este último punto es clave. Porque proteger a la infancia no puede depender únicamente de la voluntad de las plataformas ni de la madurez del menor. Requiere que también las personas adultas asuman que el consentimiento en la era digital debe estar en el centro de cualquier interacción, incluida la que tenemos con nuestras hijas e hijos.

Y aquí hay una dimensión de género que no podemos obviar. Las niñas son quienes sufren en mayor medida las consecuencias de esa exposición. El cuerpo femenino —aun en la infancia— sigue siendo tratado como espectáculo, como bien compartible, como algo disponible. De hecho, el 90 % de las víctimas de difusión no consentida de imágenes íntimas son mujeres y niñas, según el Ministerio de Igualdad.

Esta hipervisibilidad es especialmente preocupante cuando se vincula con un acceso cada vez más temprano a contenidos sexuales o violentos. El 73 % de menores de entre 9 y 12 años ha estado expuesto a pornografía o violencia digital sin haberlo buscado. Estamos hablando de una infancia que crece con una idea distorsionada del cuerpo, del deseo y de la relación con la imagen. Y en muchos casos, sin herramientas para identificar lo que está bien o lo que les incomoda. Porque en casa, en lugar de abrirse conversaciones, a menudo se abren perfiles.

No se trata de culpar. La gran mayoría de quienes comparten a sus hijas e hijos lo hacen desde el afecto, desde el deseo legítimo de mostrar lo que les emociona. Pero el amor no siempre basta para proteger. Se necesita también consciencia, responsabilidad y un cambio cultural. Necesitamos entender que los datos digitales no se borran, que las imágenes pueden ser descargadas, manipuladas, malinterpretadas o utilizadas en contextos que escapan a nuestro control.

Y necesitamos, sobre todo, escuchar a la infancia. Preguntarles antes de publicar. Darles el ejemplo de que su cuerpo y su historia les pertenecen. Enseñarles que pueden decir que no, también a sus familiares. Porque la privacidad no es un capricho adolescente, es un derecho fundamental. Y si no lo cultivamos desde los primeros años, difícilmente podrán defenderlo más adelante.

Lo que está en juego no es sólo la seguridad frente al acoso, el robo de identidad o la explotación sexual. También está en juego el derecho a construir una biografía sin vigilancia. A equivocarse sin que quede grabado. A crecer sin ser producto. A decidir qué partes de sí mostrar al mundo. La infancia debería ser el tiempo de estar a salvo. También de estar fuera de plano.

Las plataformas tienen su parte de responsabilidad. Las leyes deben avanzar más y mejor. Pero mientras tanto, como sociedad, como familias, como educadoras, como profesionales, tenemos una pregunta urgente que hacernos: ¿qué historia estamos contando de nuestros hijos e hijas sin su permiso?

Tal vez, antes de subir una foto, podamos hacernos otra pregunta aún más sencilla y radical: ¿este contenido protege su dignidad?

Porque cuando compartimos su imagen, también estamos moldeando su identidad, su autoestima, su futuro. Y no hay like que compense el daño de saberse observado antes de estar preparado para ser mirado.