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La violencia contra las mujeres no es un asunto privado ni un problema de convivencia. Es la expresión más brutal de un orden social que todavía se sostiene sobre la desigualdad. No se trata de casos aislados, sino de un sistema: el patriarcado. Un sistema que se cuela en los algoritmos, en las canciones, en las leyes, en los medios, en las conversaciones de bar y en las instituciones que aún dudan cuando una mujer habla.
Cada 25 de noviembre repetimos el ritual: minutos de silencio, lazos morados, manifiestos institucionales. Pero la violencia no calla con gestos, sino con cambios estructurales. El feminismo lo ha dicho desde siempre: no basta con atender a las víctimas; hay que desmontar las causas. Y las causas son políticas. Están en la distribución del poder, en la economía, en la educación, en la cultura, en quién nombra y quién es nombrada.
En Aragón, como en el resto de España, el mapa de la violencia machista tiene nombres, direcciones y fechas que deberían avergonzarnos. No son estadísticas, son la evidencia de que el pacto social aún está incompleto. Más de 2.800 mujeres cuentan con medidas de protección activas y miles reciben atención psicológica o jurídica a través del Instituto Aragonés de la Mujer. Pero los números no alcanzan a medir el miedo, el desgaste, la precariedad o la culpa. Porque la violencia no empieza con un golpe: empieza mucho antes. En la desigualdad salarial, en la maternidad penalizada, en la invisibilidad mediática, en la educación sentimental que todavía enseña a las niñas a cuidar y a los niños a mandar.
El feminismo no se limita a denunciar esa violencia; propone un nuevo contrato social. Uno basado en la autonomía, la corresponsabilidad y la libertad. La violencia machista se alimenta del poder y del control, y la única forma de neutralizarla es redistribuir ambos. Que las mujeres tengan independencia económica, acceso a vivienda, igualdad educativa y una justicia libre de sesgos no son políticas accesorias: son estrategias de prevención. Sin igualdad material, no hay libertad real.
Y, sin embargo, asistimos a una regresión discursiva peligrosa. Los movimientos negacionistas, que tratan de despolitizar la violencia de género, no sólo cuestionan los datos: cuestionan la legitimidad misma del feminismo. Pero negar el patriarcado no lo hace desaparecer; sólo lo deja actuar impune. La violencia simbólica —la que se expresa en memes, titulares o tertulias— prepara el terreno para el primer golpe. Por eso, frente a la banalización y la desmemoria, el feminismo debe insistir en nombrar. Nombrar es existir.
La memoria feminista en Aragón es larga. Desde las asociaciones rurales que sostuvieron redes de apoyo en silencio hasta las jóvenes que hoy llenan las calles con pancartas moradas, hay una genealogía de mujeres que nunca aceptaron el miedo como destino. Son las herederas de las que lucharon por el voto, por el divorcio, por el derecho al propio cuerpo. Son las que entendieron que la libertad se defiende también en lo íntimo: en decir no, en romper, en empezar de nuevo.
Esa es la verdadera pedagogía: la de la vida cotidiana. Enseñar a los hombres que amar no es poseer, que cuidar no es rebajarse, que el consentimiento no se presupone. Enseñar a las niñas que no deben ser valientes, sino libres. Que su voz no tiene que pedir permiso. Que la ternura, la inteligencia y la rabia pueden convivir en el mismo cuerpo sin disculpa.
Aragón ha avanzado. Las leyes autonómicas de igualdad y contra la violencia, los recursos especializados, las casas de acogida o los programas de reinserción laboral son logros innegables. Pero las instituciones no bastan si la sociedad no cambia. El machismo sigue filtrándose en todas las estructuras. A veces adopta formas nuevas —como el ámbito digital—, pero su raíz es la misma: la creencia de que las mujeres deben justificar su libertad.
Frente a esa raíz, el feminismo no ofrece consuelo: ofrece transformación. No busca venganza, sino justicia; no pretende invertir el poder, sino desactivarlo. La tarea es colectiva. No hay mujeres libres en un mundo que sigue premiando la dominación y el silencio. Por eso el 25 de noviembre no es un memorial, sino una convocatoria política: un recordatorio de que la violencia de género no es inevitable, sino evitable si hay voluntad, educación y feminismo.
“Nos quitaron tanto que acabaron quitándonos el miedo”, rezaba una pancarta en la última concentración contra la violencia machista en Zaragoza. Quizá ese sea el verdadero horizonte. No un día sin violencia, sino un mundo sin miedo. Un mundo en el que el amor sea refugio, no amenaza; en el que las niñas crezcan sabiendo que su cuerpo les pertenece y su palabra tiene valor.
El feminismo ha abierto esa grieta en la historia. Lo que hagamos con ella depende de todas y todos, pero especialmente de los hombres que aún se preguntan qué pueden hacer: empezar por escucharnos. Escuchar, creer, cambiar. No hay atajos. Sólo compromiso, conciencia y valentía. Y, sobre todo, memoria. Porque la memoria —como la libertad— se cultiva, se defiende y se nombra.