El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon.
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Estaba hojeando los libros. Estaba en una librería que no es mi librería. Perdón por la infidelidad. Había unas sillas preparadas porque en un rato iba a haber una presentación. Alguien preguntó y le explicaron que era el libro de una autora que tiene dieciocho o veinte hijos. Yo estaba echando oreja y creo que empecé a sudar. La librera decía que era una autora muy divertida. Que su libro era muy divertido. Noté cómo sudaba cada vez más. Miré a la librera y lo decía todo con una sonrisa. Sentí cómo me comenzaba una taquicardia. Apremié a mis hijos (son menos, pero un rato cada día me parece que son muchos) para que escogieran un libro y pudiéramos salir de allí cuanto antes. La sonrisa seguía en la cara de la librera. Noté que me faltaba el aire.
Conocí hace tiempo a una pareja que te contaba su existencia como quien cuenta un cuento de literatura fantástica. Tenían también siempre una sonrisa en el rostro. Todo era perfecto. Su relación, el trabajo de sus hijos. Todo. Yo sabía un poco sobre sus vidas y, resumiendo, podrían sintetizarse en que eran una mierda (pido perdón de nuevo). Lo inquietante, por lo tanto, volvía a ser la sonrisa. La máscara zen que escondía a un psicópata.
En este reino de Instagram parece que no queda hueco para el llanto. No hay espacio para la rabia o el fracaso.
Que sí, que hay que procurar ser optimista, que hay que arremangarse cuando vienen mal dadas. Por supuesto. Y, sobre todo, que no hay que ser pesado. No hay que dar la lata a los demás con tus problemas. A los amigos –como decía aquel– que los divierta otro. Pero antes o además de todo eso, nuestra batalla es hoy una batalla por conquistar solo cinco segundos. Por robar tan solo cinco segundos a la aceleración. Cinco segundos en los que poder gritar, soltar un improperio, decir “no puedo más”. Para después, poder.
Cinco segundos.
En fin, no volveré a fallar a mis libreros.