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No sé si dentro de un año trabajaré en el mismo sitio. No sé si escribiré esta columna. Tampoco si gozaré de buena salud o si mi vida seguirá como sigue ahora, pero sé a qué conciertos iré. Compramos entradas con ansia para eventos que tendrán lugar cuando tu vida puede ser otra. A un año vista, dos… Con tiempo suficiente de aborrecer al cantante, de haber perdido la ilusión, de no llevarte bien con quien compró el asiento de al lado, de vivir en Groenlandia. Así es la vida, así es ahora. Antes ataban el matrimonio o una hipoteca, ahora lo hacen los conciertos.
Pero ¿por qué ese compromiso a largo plazo para algo tan efímero como un concierto? ¿Acaso nos ha impregnado a todos el fenómeno fan? ¿O nos hemos vuelto más previsores con el ocio que con las cosas serias de la vida? La respuesta es sencilla: estamos secuestrados. Vivimos –o consumimos, que al fin y al cabo es en lo que consiste la vida en el capitalismo– a merced de un modelo que coacciona a artistas y público, con prácticas poco transparentes, con precios que distan mucho de lo popular y con plazos ridículos para quien solo quiere disfrutar de la música, pero jugosos para quienes manejan nuestro dinero. Bad Bunny llenó 12 estadios en España en unas horas, El Último de la Fila ha vendido toda la gira en minutos. Si parpardeas, te lo pierdes.
La facturación por venta de entradas en España el año pasado fue de 726 millones de euros, un 25% más que el año anterior. La cifra no ha parado de crecer en dos décadas. Son datos de la Asociación de Promotores Musicales, pero puede dar fe de ellos cualquier amante de la música en vivo que ha visto cómo los precios de las entradas se han disparado en los últimos años. Algunos incluso han visto dispararse esos precios no en años, sino en el proceso de compra de una entrada. El Ministerio de Consumo ha abierto una investigación a Ticketmaster por aplicar precios dinámicos en la venta para los conciertos de Bad Bunny. La ticketera (la mayor del mundo) lo niega. Los precios dinámicos significan en lenguaje de escuela de negocios: atraco a mano armada. Son esos que cambian en función de la demanda, una demanda virtual que solo conoce el que sube los precios, curioso.
A Live Nation, propietaria de Ticketmaster, la denunció el año pasado el Gobierno de EE UU por supuesto monopolio. No era la primera vez, ya lo hizo antes Robert Smith por precios abusivos. El cantante de The Cure consiguió que devolvieran diez euros por gastos de gestión a quienes habían comprado una entrada para ir a verlos. Pero no todos “lo bailan fenomenal” como Robert Smith o no tienen ganas, fuerza o dinero para enfrentarse al gigante.
Y mientras nadie para este delirio, quienes quieren disfrutar de un concierto están condenados a hacer absurdas colas virtuales que te sacan de la compra tras hora y media de espera; o a elegir entre precios de escándalo en zonas con nombres ridículos como Golden Circle; o a convivir en la pista con esa separación que marca el dinero para decir quién estará más cerca del escenario porque ha pagado para el Front Stage. Y todo esto para quienes puedan pagar más de 90 euros por una entrada, porque para el resto las oportunidades de asistir a un concierto se reducen drásticamente. La música está dejando de ser popular, así que habrá que ir cambiando las etiquetas, hablar de unpop, depie, rock&pay y asumir que no hay nada más punk en esta década que darlo todo en la orquesta de tu pueblo. Ahí el único ticket que te cobran es el del bingo y quién sabe…