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Sobre este blog

Arsenio Escolar es periodista y escritor. Con sus 'Crónicas lingüísticas del poder' –información, análisis y opinión de primera mano–, entrará semanalmente en elDiario.es en los detalles del poder político, económico, social... y de sus protagonistas. Con especial atención al lenguaje y al léxico de la política.

La Constitución intocable

La Constitución de 1978.

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La Constitución alcanza estos días su 43 aniversario. Lo hace, como casi todos los últimos años, entre cierto debate público sobre si ha de reformarse poco o mucho, o incluso sobre si no habría que elaborar una nueva sin partir de la que tenemos. La Carta Magna vigente ya es la segunda de mayor duración de nuestra historia. Solo la supera la Constitución de 1876, promovida por Antonio Cánovas del Castillo como base de la Restauración borbónica tras el Sexenio Democrático y que estuvo en vigor durante 47 años, hasta la Dictadura de Primo de Rivera, en 1923. Visto el clima de polarización política actual, donde no hay consensos ni para el más mínimo retoque, es muy probable que la de 1978 acabe superando en durabilidad a la de 1876. Está a solo 4 años de distancia. 

Aunque imperfecta, cuestionable en algunas cosas que fueron hijas de los modos y los miedos del tiempo en que se elaboró, no suficientemente cumplida en algunos de sus artículos clave, la Constitución vigente fue la herramienta fundamental para la Transición de la dictadura franquista a la democracia y nos ha dado un larguísimo periodo de estabilidad política, progreso económico y por lo general buen tono vital como país. Los síntomas o alarmas actuales que apuntan a que el sistema está a punto de colapsar no se le deberían achacar tanto a la Carta Magna como a los actores políticos –y no solo los partidos; también, por ejemplo, a la Corona o a los tribunales o a algunas instituciones–, que con demasiada frecuencia se han mostrado incapaces de cumplir con sus obligaciones constitucionales. Las responsabilidades no hay que repartirlas por igual. Del bloqueo del Consejo General del Poder Judicial, por ejemplo, es muchísimo más responsable el PP que el PSOE o el resto de las fuerzas políticas. Del descrédito de la Corona y de la Jefatura del Estado es muchísimo más responsable Juan Carlos I que Felipe VI. 

Ni España, ni la Unión Europea, ni el mundo globalizado, ni la política, ni la economía, ni la sociedad actual se parecen mucho a lo que eran en la segunda mitad de la década de los años setenta del pasado siglo, cuando se elaboró y promulgó la Constitución. Todo ha cambiado, todo se ha acelerado; todo se ha vuelto más volátil y menos perdurable, más perecedero y provisional. La revolución tecnológica ha metido a las cuestiones más diversas una vida de ciclo corto, una especie de permanente obsolescencia programada. Pretender, así las cosas, que los principios de la Constitución son inmutables y están tallados en mármol para los eternos es esconder la cabeza de avestruz en la arena, remar contra el viento, escupir incluso contra el viento de la historia. 

En sus 43 años que lleva vigente, solo hemos sido capaces de darle dos retoques a nuestra Constitución. Una, en 1992, obligados por el Tratado de Maastricht de la Unión Europea, para permitir que todos los ciudadanos europeos, no solo los españoles, pudieran ser elegibles en las elecciones municipales. Otra, en 2011, en plena crisis económica global, para que la deuda pública fuera lo primero que se pagara frente a cualquier otro gasto del Estado en los Presupuestos Generales. Dos reformas, dos, y muy concretas. Por situarnos: en Alemania, en los últimos 40 años se han hecho 60 reformas constitucionales.

Nuestra falta de consensos y de habilidad política para llevar a cabo las muchas reformas constitucionales pequeñas, medianas y grandes que necesitamos parece evidente. Con la fragmentación y la polarización actuales, es difícil poner de acuerdo a un número de parlamentarios suficiente como para eliminar de la Carta Magna la a todas luces injusta y antidemocrática inviolabilidad del Rey, o los aforamientos de muchos altos cargos, discriminatorios para el resto de los ciudadanos, o para dar un mayor papel en la cogobernanza a las comunidades autónomas. Pero es incomprensible que a estas alturas de civilización sigan en nuestro texto constitucional cuestiones como, por ejemplo, la prevalencia del varón sobre la mujer en la sucesión de la Corona. 

El último intento de retoque de la Carta Magna ha mostrado todas nuestras carencias. Hace pocas semanas, el Congreso de los Diputados debatía una modificación del artículo 49, que desde la promulgación de la Constitución dice así: “Los poderes públicos realizarán una política de previsión, tratamiento, rehabilitación e integración de los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos, a los que prestarán la atención especializada que requieran y los ampararán especialmente para el disfrute de los derechos que este Título otorga a todos los ciudadanos”. A petición del CERMI (Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad), que representa a unos cuatro millones de personas en España, se debatía en la Cámara si sustituir ese “disminuidos”, que en 1978, cuando se redactó nuestra ley de leyes, era un vocablo que no tenía ningún cariz denigratorio ni discriminatorio para el colectivo, por un “personas con discapacidad” que se usa más ahora. No hubo manera. PP y Vox bloquearon la reforma. 

El mundo sigue girando, cambiando, evolucionando. En todo, hasta en la lengua. Y nuestra Constitución, exitosa en muchas cosas y claramente desfasada en otras, continúa intocable por decisión de bloqueo –uno más– de una parte de la clase política. En la ley de leyes, llegamos tarde hasta en el cambio lingüístico: expertos que trabajan con “personas con discapacidad” ya se refieren a ellas con otra expresión, la de “personas con diversidad funcional”. 

Sobre este blog

Arsenio Escolar es periodista y escritor. Con sus 'Crónicas lingüísticas del poder' –información, análisis y opinión de primera mano–, entrará semanalmente en elDiario.es en los detalles del poder político, económico, social... y de sus protagonistas. Con especial atención al lenguaje y al léxico de la política.

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