Todos lo notamos. Por aquí, en la peña de la política y los medios de comunicación, ahora se respira mucho mejor, como si nos hubiéramos quitado la mascarilla de golpe. Dicen que por donde pasa el diablo huele a azufre. No sé qué aroma mefítico emitía el pimpollo Casado, pero dejaba a su paso una huella pestilente, un ambiente turbio, como esos gamberros que con su desagradable presencia y sus odiosas fanfarronadas enturbian cualquier ecosistema. Ya no está tu presencia turbadora entre nosotros, un placer tu ausencia, tanta paz lleves como descanso dejas. Por última vez: pimpollo.
Ahora nos llega Alberto Núñez Feijóo, político algo más complejo, pero que por ahora ha decidido limitar toda su panoplia teórica de soluciones para la angustiosa situación que padecemos a un ridículo mantra: la bajada de impuestos. Y lo repite una y otra vez con el soniquete del creyente religioso, ojos cerrados y cabeza mirando al cielo: cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, perdónanos Señor; el Hare Krishna, Hare Krishna o dios es el más grande, no hay más dios que Alá. Porque solo una fe en lo sobrenatural puede a estas alturas de la vida convencer a un servidor de la cosa pública de que esa medida, tan populista, tan mentirosa, tan zafia y vulgar, puede de verdad ser la solución a nada.
O, por mejor decir, que ese tajo en los ingresos del Estado va a favorecer a la ciudadanía, a toda la ciudadanía, y no a la de los privilegiados a los que siempre mira arrobada la derecha, desde la funcionarial de Núñez a la fanatizada de Díaz Ayuso. Dicen que se bajen los impuestos porque no quieren gastar en sanidad pública, en educación pública, en salario mínimo, en investigación pública o en dependencia, donde todavía tenemos una diferencia en contra con la media europea del 48%. Si en España el gasto en dependencia alcanza los 382 euros por persona, en la media de la UE se sitúa en los 566 euros. ¿Saben cuánto gasta Dinamarca? 2.401 euros por persona dependiente. Claro, dice la derecha, bajen los impuestos, que eso es derrochar el dinero.
Pero es que ni siquiera en la macroeconomía ese mantra rancio y mentiroso ha producido nunca efectos beneficiosos. ¿Se acuerdan de la paliza que nos dieron los del tea party con la curva de Lafel? La tal gráfica, que ya se ha quedado para incluirla en la brillante exposición de trampantojos de la Thyssen, no pudo evitar que la realidad pasara por encima de ella como una apisonadora. En 1981, después de que Ronald Reagan ganara las elecciones en Estados Unidos, se aprobó la ley de recuperación económica basada en la famosa curva, que incluía una bajada del 23% en el impuesto sobre la renta en solo dos años y una reducción también del impuesto de sociedades. O sea, acotada en el tiempo como vende Núñez. ¿Y qué ocurrió? Pues que la recaudación fiscal no solo no se incrementó, sino que se redujo y el déficit público aumentó considerablemente, desde un 2% en 1980 hasta el 6% en 1983. Un desastre.
Ah, pero Núñez también se trajo para iniciar su andadura otra grande e inamovible seguridad, esta bien práctica: me voy con Vox, sois mi aliado, ahí tenéis el cogobierno de Castilla y León, que así damos estabilidad a la política. ¿Qué tenemos que pasar por el bochorno de agachar la cerviz y cambiar las Leyes de Memoria Histórica y de Violencia machista, como nos ordena el revisionismo franquista de Vox? No hay problema, que la dignidad es una cosa boba que no nos atañe. “Quiero unir a todo el centro derecha”, nos dijo el nuevo presidente del PP en una larga entrevista en TVE. ¿Incluye ahí a los ultras irredentos de Abascal? ¿En el centro o en la derecha? Da igual, que lo importante es que sellemos la paz entre nosotros, carne de nuestra carne, sangre de nuestra sangre, que ahora viene Andalucía, más de lo mismo… y luego lo que haga falta. Unidos en paz. De vegades la pau no és més que por, a veces la paz no es más que miedo, escribió Salvador Espriú.
¿Oposición moderada? ¿Acuerdos puntuales sobre jueces o asuntos similares? Es posible. Pero que nada nos turbe la vista y el entendimiento, por favor. En Francia, ahí al lado, la libertad y la democracia, que hoy le ha tocado representar a Emmanuel Macron, se enfrenta a golpe de machete con el fascismo de Marine Le Pen en una segunda vuelta dramática. Aquí, en nuestras tierras, el supuesto equivalente ideológico de Macron se ha echado gozoso en brazos de los compadres de Le Pen. Y eso, grite, susurre o calle Feijóo, es un hecho inamovible. Esa, y no otra, es la derecha española.
Mientras, nos hacen sufrir hasta el límite de lo soportable las imágenes patéticas de Bucha o Kramatorsk. ¿Qué se puede hacer desde España, desde Europa, para intentar frenar tanta crueldad, tanto daño? Al Ojo se le ocurre, por ejemplo, servir de modestísimo altavoz a un brillante artículo de Paul Krugman donde el Premio Nobel, podrán insultarle por otras cosas, pero no por ignorante, nos abre la mirada ante la miserable posición que mantiene la Alemania socialdemócrata frente a Putin, incapaz de hacer efectiva esa suspensión de compras de energía a Rusia, una medida que todo el mundo entiende que sería fundamental para poner fin a las matanzas de tantos inocentes, hombres, mujeres y niños. El coste para Alemania sería mucho menor que el que tuvimos que pagar durante años españoles o griegos -con un terrible sufrimiento para la ciudadanía- para salir vivos del salvaje austericidio que nos impuso la canciller Merkel como estricta gobernanta de los países del rico norte. Penalidades, para los demás, parecen decir los alemanes. A nosotros no nos toca nadie. Una vergüenza.
Adenda. Ya saben que hay grandes de España, la máxima dignidad de la nobleza española en la jerarquía nobiliaria. Y hay, también, sinvergüenzas de España, como esos botarates horteras de chaquetilla ajustada, fachaleco y rojigualda en la pulsera, que se compran cochazos, Rolex y yates con el dinero que rascan al indigente de la esquina. Y luego hay hermanos, primos, presidentas de comunidad y alcaldes de grandes ciudades. Fácil ejercicio: los juntan a todos y los revuelven, los imprimen en una página a todo color, preguntan dónde está Wally y nadie sabe encontrarle. Son todos igualitos.
23