Durante los días 10 y 11 de mayo de 1996, ocho personas perdieron la vida en la pirámide somital del Everest a consecuencia de un temporal de nieve. Cinco lo hicieron en la ruta normal y tres en la arista NE. No fueron los únicos muertos de esa temporada porque, antes de que ésta llegara a su fin, se produjeron otros cuatro decesos adicionales elevando el número a un total de doce.
Para quienes no estén familiarizados con la historia del himalayismo, la cifra de fallecimientos puede parecer insoportable o extremadamente elevada, pero si la comparamos con las que se produjeron durante las campañas de primavera de 2014 y 2015 descubriremos que ambas fueron bastante más mortíferas. A pesar de ser así, ninguna de ellas logró alcanzar una cobertura mediática comparable a la obtenida por la tragedia de 1996. Los motivos de la extraordinaria atención de la que fue objeto no resultan evidentes, pero es posible que tuviesen que ver con el hecho de que tres de los ocho fallecidos fuesen guías experimentados o con que un enviado de la revista norteamericana Outside llamado Jon Krakauer, presente en el lugar de los hechos, contribuyera a divulgar lo sucedido a través de un libro superventas: Into thin air (Mal de altura). Sea como fuere, el desastre de 1996 generó auténticos ríos de tinta, varios audiovisuales y una avalancha de publicaciones firmadas por los testigos y supervivientes de estos acontecimientos: Krakauer, Bukreyev, Weathers, Gammelgaard, Kasischke, Trueman, Ratcliffe, Dickinson y Breashears.
Entre todas las reacciones existentes, nos gustaría subrayar la del periodista y editor norteamericano Bruce Barcott que, en agosto de ese mismo año, publicó una colaboración de seis páginas (64-69) en la revista Harper´s titulada Cliffhangers: The fatal descent of the mountain-climbing memoir. El artículo en cuestión no tiene pérdida porque, además de hacernos partícipes del asombro que experimenta al analizar los riesgos a los que gratuitamente se exponen montañeros y escaladores, nombra lo innombrable al abordar sin ningún rodeo la muerte y la siniestralidad que tanto abundan en estos deportes y la actitud que, por lo general, adoptan sus practicantes cuando se enfrentan a tales circunstancias.
Con una ironía no exenta de crítica, comienza señalando que las reacciones de los alpinistas frente a la catástrofe fluctúan entre la despreocupación, el fatalismo y la irresponsabilidad o la ausencia de remordimientos. La razón que alega, real o imaginaria, para explicar esta actitud es que muchos de ellos, si no todos, están dirigidos por las mismas pasiones o la misma lógica trágica que inspiró a los grandes dramaturgos del teatro griego. Una lógica presidida por el destino, la ambición desmedida y la hybris, la arrogancia de quienes desafían y entran en conflicto con los dioses y/o las fuerzas naturales. Tanto es así que el autor sostiene que, a diferencia de lo que sucede con otras actividades deportivas, los accidentes y la muerte son consustanciales al montañismo, forman parte de su misma esencia o, por decirlo de otro modo, son su carta de presentación porque le otorgan sentido, le dotan de significado y de una narrativa presidida por la épica o, en su defecto, por el sacrificio. Sus palabras, en este sentido, no dejan lugar a duda: “Si la muerte se produce correctamente (durante un ascenso, un descenso o un vivac) desaparecer de la lista de los vivos confiere gloria: para los muertos, por probar su voluntad de escalar; para la montaña, por el nuevo respeto que demanda, y para los supervivientes, por el coraje de continuar frente al desastre. A diferencia de cualquier otro deporte, el montañismo requiere que sus practicantes mueran”.
Según Barcott, el empeño y la contumacia con la que los alpinistas persiguen el peligro o cortejan a la muerte pueden parecer absurdos, pero no son casuales ni gratuitos. Obedecen al mismo impulso que ha gobernado a la humanidad desde sus inicios: la eterna lucha del hombre contra la naturaleza. La única y gran diferencia entre nuestros antepasados y nosotros mismos es que la naturaleza a la que ellos se enfrentaban y en la que perecían ha sido degradada, domesticada y modificada hasta quedar desprovista de riesgos y amenazas. Y es en este punto donde surge el sentido y la necesidad del montañismo y de los peligros que, inevitablemente, acarrea. Su función última no es tanto frenar la inevitable devaluación de los espacios naturales, su conversión en parques temáticos seguros y previsibles como preservar lo poco que queda de ese espíritu aventurero que debió animar a los primeros seres humanos y que parece hallarse en trance de desaparición. En definitiva, mientras haya montañas y personas dispuestas a ascenderlas y a arriesgar sus vidas en el intento, seguirá habiendo lugar para la aventura, la valentía o el coraje y para experimentar los estados de ánimo, las incertidumbres, desafíos y circunstancias que nos han hecho ser lo que somos. Es posible que, en algunas ocasiones, el precio a pagar sea extraordinariamente alto, pero cada cual debe decidir si merece o no la pena ir a su encuentro.