Las cumbres del Himalaya ejercen tal poder de fascinación sobre quienes las contemplan que, con el paso de los siglos, han conseguido trascender su naturaleza geológica para adquirir una condición que no es física ni material. La condición a la que nos referimos es de carácter místico o espiritual y se expresa, al menos, de dos maneras diferentes. La primera manifestación tiene que ver con el hecho de que sus picos, ríos, cavernas, valles, lagos y glaciares han sido convertidos en la fuente o escenario de toda suerte de leyendas y en la residencia de un interminable catálogo de personajes mitológicos. La segunda, con la capacidad que, si exceptuamos el Islam, han demostrado para atraer a decenas y decenas de fieles y figuras religiosas pertenecientes a alguno las confesiones más representativas del subcontinente indio: hinduismo, budismo, jainismo o sikhismo. La prueba la hallamos en las docenas y docenas de templos, ashrams y centros de peregrinación (Hemkund, Gangotri, Badrinath, Rishikesh, Amarnath, etc.) que salpican toda la cordillera, lugares frecuentados desde tiempos inmemoriales por sadhus, yogis, gurus, profetas o reformadores religiosos como Padmasambhava, Govind Singh, Maharishi Mahesh, Prem Rawat o Milarepa. La magia o la energía irradiada por estas montañas es tan poderosas que, a decir de algunos autores, ni siquiera el propio Jesucristo fue capaz de sustraerse a su influencia. Al menos eso es lo que, durante años, defendieron un aventurero ruso y un musulmán natural de Punjab. Esta es su historia.
Las primeras noticias de este suceso se la debemos a Nikolai Notovich (Kerch, 1858 – ¿1916?), un periodista ruso que, a finales del siglo XIX, tuvo ocasión de recorrer la región de Ladakh. En el curso de esa visita, trabó conocimiento con el abad de Hemis, una de las numerosísimas lamaserías budistas existentes en este territorio de la India. Tras algunas reticencias iniciales, el superior del convento le confesó que su biblioteca albergaba un manuscrito en el que se narraban las andanzas de un tal Issa (apelativo que los musulmanes utilizan para referirse a Jesucristo), un viajero que, al decir del monje, había abandonado su patria para trasladarse a la India en pos de inspiración y sabiduría. Ni corto ni perezoso, Nikolai no sólo logró que el abad le mostrara el documento, sino que, además, consiguió que se lo leyera en presencia de un intérprete. La lectura y la traducción llevaron tres días pero, finalmente, Notovich obtuvo una transcripción fiel del relato que, después de numerosas peripecias, acabó publicándose en 1894 en París por Paul Ollendorf con el título de La vie inconnue de Jesus-Christ en Inde et au Tibet. Para hacernos una pequeña idea del tono y el contenido de la obra, basta señalar que uno de los capítulos de la versión española del manuscrito sostiene que, al cumplir 13 años, “Issa abandonó la casa de sus padres en secreto, se fue de Jerusalén y partió con los mercaderes hacia Sind con el objetivo de estudiar las leyes de los grandes Budas”. O que su estancia en el subcontinente, que se prolongó durante quince años, obedeció a su voluntad de acabar con el politeísmo profesado por hindúes y budistas.
El escándalo derivado de la primera edición francesa provocó que un par de investigadores independientes (Max Müller y Archibald Douglas) solicitaran información al monasterio de Hemis a fin de corroborar las afirmaciones vertidas por Notovich. El abad, además de negar la existencia del texto, también afirmó que, durante los últimos 15 años, ningún occidental había visitado la lamasería. La difusión de estas y otras noticias relacionadas con el caso, además de poner en entredicho la autenticidad del documento, arruinó la reputación y la credibilidad del responsable del engaño.
Sin embargo, a día de hoy, todavía hay quien defiende que esta superchería sólo lo es a medias. Por ejemplo, Erika Fatland, una escritora noruega responsable de varios libros de viajes como Sovietistán, La frontera o Himalaya, asegura en este último que, en 2018, durante su estancia en Hemis, un monje le confirmó la existencia del célebre manuscrito y de una leyenda local que aseguraba que, durante unos meses, Jesús residió en una gruta situada en las inmediaciones del lugar en el que posteriormente se erigió el convento.
La segunda historia, que añade más confusión al tema, se remonta a noviembre de 1898. En esa fecha fue editado un ensayo titulado A hidden truth (Raaz-e-haqiqat)en el que su autor, un líder religioso musulmán llamado Mirza Ghulam Ahmad (1835 – 1908), sostenía la teoría de que, tras sobrevivir a la crucifixión, Cristo había huido al valle de Cachemira para adoptar una nueva identidad. Allí es donde le había sorprendido la muerte a la edad de 120 años. Entre las numerosas pruebas aportadas para defender su postura figuraban, entre otras muchas fuentes documentales, las aleyas del Coran (4: 157-58) en las que se asegura que su muerte no fue violenta (“no le mataron, ni le crucificaron”) y la existencia en las afueras de Srinagar, la capital de Cachemira, de una tumba o mausoleo llamado Roza Bal en el que, según algunos eruditos, yacían los restos de Yuz Asaf, es decir, del que en una vida anterior se había hecho llamar Jesús de Nazareth. Ahí deben seguir, convertidos en una atracción turística para los contadísimos viajeros que llegan a este valle que, después de más de tres décadas, siguen disputándose indios y pakistaníes.