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La “bajona”

José Miguel González Hernández

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Los inicios no fueron divertidos, ni mucho menos, pero la novedad narcotizaba a la verdadera realidad. Las primeras horas debían estar centradas en la planificación, intentando no perder una rutina. No eran unas vacaciones, se nos repetía, por lo que las primeras recomendaciones se centraban en los hechos cotidianos: la hora a la que nos debíamos despertar, quitarnos el pijama (o cualquier otra prenda con la que tenemos la costumbre de dormir) y vestirnos como si fuéramos a salir a la calle, proceder a las tareas de aseo, deporte y manutención, así como organizar las diferentes tareas del hogar para que a nadie le haga falta nada, procurando negociar una lógica división de las ocupaciones. Si tenías y podías teletrabajar, pues a ponerse a ello con un rendimiento óptimo, eso sí cumpliendo un horario similar al que normalmente realizas, para evitar descompensaciones innecesarias. Si no teletrabajabas, pues a estudiar y formarse, dejando el ocio relegado a un segundo plano. Los primeros días fueron bien. La moral estaba alta porque el objetivo estaba claro. Eran lógicas las medidas al ver la situación: Primero la vida, tanto la nuestra como la colectiva.

Pasaron los días y la necesidad de información continua iba en aumento. Teníamos como ejemplo lo que había sucedido en otras partes del mundo, teniendo la amplia seguridad que terminaría por alcanzarnos. Y así fue. No iba a ser tan corto como en un principio se había pensado, por lo que había que buscar formas de trasladar el reconocimiento, así como el buscar alternativas a la propia rutina: aplausos, escenarios improvisados para presentar lo que consideramos nuestros talentos, bromas incansables, redes sociales, videollamadas... Llegábamos a tener situaciones llenas de emoción y orgullo de pertenencia. Incluso, analizábamos las estadísticas con devoción y se iban cumpliendo los pronósticos. Había confianza porque los mensajes eras inequívocos y consensuados. Sabíamos que estábamos en la dirección correcta porque la evolución logarítmica de los porcentajes así lo anunciaban. Quedaba un largo trecho, pero había que asumirlo por la gravedad de la situación: Primero la vida, tanto la nuestra como la colectiva. Luego, ya veremos.

Ya se ve la luz al final del túnel, se nos decía; La crisis sanitaria ya está controlada, nos comentaban para nuestra tranquilidad; Saldremos de esta, nos intentaban convencer como terapia social de autoayuda. Pero, siempre hay un pero, la escala de prioridades iba mutando, y más cuando se mezcla con la impaciencia. Al verse que las prórrogas se sucedían, la duración de la situación se estaba mezclando con la incertidumbre. La precisión de las medidas ya no era tan eficaz y la aparente sensación de improvisación generaba cierto desasosiego. La curva de la moral de la tropa, utilizando términos bélicos, se estaba aplanando. Estábamos pasando de una actitud de colaboración colectiva inquebrantable al “sálvese quien pueda”. Las certezas se convirtieron en dudas porque el día después se iba centrado en la economía. El esquema de preocupaciones cambiaba por lo que, poco a poco, parecía que nos encontrábamos ante otra situación: Primero la vida, tanto la nuestra como la colectiva. ¿Luego, ya veremos?

Nueva prórroga y antes de confirmarla se está pensando en la siguiente. Se palpa el desespero ya no solo por la falta de una fecha definitiva para poder ejercer la totalidad de nuestras libertades, sino por estar en medio de una inundación de sentimientos encontrados, basados en la preocupación en el futuro de la cohesión económica y social, sabiendo que muchas empresas no podrán soportar las cargas existentes, por lo que muchas personas queriendo trabajar, no tendrán lugar dónde hacerlo. No tiene pinta de ser rápido. Estaremos ante una nueva realidad, teniendo en el futuro otra situación: Primero la vida, ¿tanto la nuestra como la colectiva?

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