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Cien días ya

Salvador García Llanos

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Parece que fue ayer cuando Máxim Huerta se veía obligado a renunciar a su cargo de ministro y ya se han cumplido cien días desde que Pedro Sánchez accediera a la presidencia del Gobierno, vía censura, válida en el juego democrático aunque todavía hoy muchos sigan refutándola olvidándose seguramente de otros episodios similares en los que no se mostraron tan beligerantes, más bien todo lo contrario.

Aquel fue el primer tropiezo de un Sánchez resurgido de sus cenizas, capaz de demostrar que el tesón es indiscutible para alcanzar cualquier objetivo político. Aquel fue un episodio que hizo tambalearse mucho más a la derecha, groggy por el efecto ético de la decisión pero más aún por la pérdida de poder y por la incertidumbre que se abría en su propio seno. Pero ni cortesía ni gracia: desde aquellos momentos, críticas inmisericordes, alentadas incluso en las redes sociales, no importa que fueran con falsedades y deformaciones, convenientemente aderezadas.

El socialismo tenía que saber que eso iba a ser así: la primera prueba era el impacto que producía un ejecutivo sobre el papel muy cualificado, innovador y con reclamos suficientes como para ganarse la confianza y la ilusión de una sociedad noqueada por la corrupción. Eran unas coordenadas políticas aptas para afrontar grandes retos y modificaciones sustanciales, aun cuando pronto se dio cuenta de la fragilidad parlamentaria para hacerlo, otro de los factores a consignar en ese período que, históricamente, se acepta como el apreciable para calibrar lo que puede hacer a posteriori.

Esa debilidad ha impedido, por ejemplo, aprobar la senda del déficit público, nombre con el que identifica a los objetivos de estabilidad que cada país miembro pacta con la Unión Europea (UE). No olvidemos los antecedentes: el Gobierno de Mariano Rajoy se había comprometido con Bruselas a cerrar este ejercicio con un déficit del 2,2 % y reducirlo progresivamente hasta alcanzar un teórico superávit en 2021. Hasta que la expansión de gasto y las reducciones fiscales contenidas en los Presupuestos Generales del Estado (PGE) presumían un desvío de las metas propuestas.

Hasta que prosperó la censura y el Gobierno de Sánchez pactó con la UE un alivio de los objetivos, de modo que el déficit fuera este año del 2,7 %, un 1,8 % en el próximo ejercicio y alcanzar el superávit en 2022. El Congreso, donde hay que tratar el asunto por ser materia básica de elaboración de los PGE y una referencia indispensable para las cuentas de las comunidades autónomas, rechazó la iniciativa del ejecutivo, por las razones que sea, intereses partidistas, ideológicos y hasta nacionalistas -casi no necesitan explicar el sentido de la responsabilidad y de la consecuencia-, de modo que el Gobierno sufrió un notable revés que abría la ventana de la dificultad que representa esa fragilidad parlamentaria.

“No aguantar más allá de lo razonable”, llegó a dibujar el panorama la ministra portavoz, Isabel Celáa, bien es verdad que matizada por el propio Pedro Sánchez, en un alarde de coraje político, al señalar que su intención es agotar la legislatura y convocar elecciones en 2020. Ha sido una de las reconsideraciones entre miembros del ejecutivo, uno de los rasgos más llamativos de este período: el desconcierto ha sido palpable en el personal que comprueba cómo un anuncio puede verse frenado o rectificado en veinticuatro horas y a veces en menos. Cierto que las circunstancias pueden aconsejar una reconsideración pero cierto también que las precipitaciones gubernamentales pueden denotar falta de coordinación y obrar en contra de su credibilidad y del núcleo de operadores económicos y sociales. No extrañe que algunos exhumen aquel aserto de Fraga (“los socialistas solo aciertan cuando rectifican”) pero, en todo caso, es preferible al inmovilismo, al sostenella y no enmendalla que tanto conocimos en el pasado. La paralización de la venta de armas a Arabia Saudí, el impuesto al diésel, la suerte del juez Llarena y del Valle de los Caídos y el fallido sindicato de trabajadoras sexuales -que costó la dimisión de la directora general de Trabajo- son otros ejemplos de esa carencia de solidez y coordinación.

Cien días dan también para contrastar que sigue sin verse luz en el túnel de Catalunya donde el Gobierno ha acreditado buena voluntad, con pruebas de querer dialogar y ofrecer alternativas a los verdaderos problemas que padecen los catalanes. Pero sin eco: en el otro lado de la mesa solo hay resentimiento y afanes autodeterministas, al precio que sea. Si Sánchez y el PSOE creen que por mucha predisposición que exhiban, van a encontrar receptividad, están muy equivocados.

Y, en fin, dan para barruntar que, en estas circunstancias, y hasta mejor proveer, la reforma laboral tendrá que esperar -salvo que haya sensatez parlamentaria para, al menos, derogar los artículos más lesivos-, como igualmente la racionalización del gasto público en el ámbito educativo o el impuesto a la banca que sigue, por cierto, cosechando ganancias sin rubor.

Hay que incluir en el haber del Gobierno la aprobación de la asistencia sanitaria universal y la mejora del sistema de becas, los pasos dados en políticas migratorias y la más productiva relación internacional, señales de que no se resigna y de que no renuncia a la agenda del cambio que había confeccionado y en la que se incluyen los próximos Presupuestos. Pero para ello, para mantener la ilusión de la que hablan los miembros del ejecutivo, se requieren hechos y pruebas, es decir, decisiones palpables y un ejercicio de pedagogía política como mucho antes no lo acometieron para demostrar que, en efecto, hay otra forma de gobernar y que está a la altura de las exigencias de la sociedad española de nuestros días.

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