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¡Corre a buscar un niño de cuatro años!

Eduardo Serradilla

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Un día cualquiera, en el parlamento de Libertonia, liderado, éste, por el gran estadista que fue, es y siempre será Rufus T. Firefly. Se abre la sesión del día, después de que la pelota con la que estaba jugando, tan entretenido él, Firefly, se le pierda entre los papeles de su mesa.

Entonces, uno de los miembros del parlamento se levanta y se dirige al líder del país:

“Excelencia, aquí tiene el informe de la tesorería. Espero que lo entienda”.

 Rufus T. Firefly mira altanero el informe y exclama:

 “¿Entenderlo? ¡Bah! ¡Hasta un niño de cuatro años podría entenderlo!”.

Después se gira hasta su hermano Zeppo, perdón, hacia su secretario y le dice:

“¡Corre a buscar a un niño de cuatro años, porque no entiendo absolutamente nada!”

Estas inmortales e imperecederas frases no están tomadas, por extraño que pueda parecer, de ninguna sesión de control del parlamento español contemporáneo, sino del doblaje, grabado en el año 1967, para la película Sopa de ganso (Duck soup, 1933), quizás el mejor ejemplo de la filosofía marxista, la de los hermanos Marx, me refiero, claro, por aquello de las dudas ideológicas, junto con Una noche en la ópera (A Night at the Opera, 1935).

Lo paradójico del caso, más si se tiene en cuenta el nivel de profundo analfabetismo personal, ético e intelectual que rodea a la clase política mundial, en general, y a la española, en particular, es lo poco que han evolucionado las cosas desde la década de los años treinta del pasado siglo XX.

No obstante, el recurso de utilizar el diálogo de una película tan sensacional como lo es Sopa de ganso está relacionado no con la política, sino con uno de esos misterios que nunca he entendido, sobre todo desde que empecé a trabajar -por mucho que el común de los mortales no entienda que esto mismo que estoy haciendo ahora sea un trabajo- y que, a día de hoy, y tras tres décadas de carrera profesional, sigo sin entender.

Hay quienes lo justifican, dicho misterio, o mejor, lo enmascaran y/o transmutan en una suerte de verdad absoluta que ha venido gobernando el devenir de los sexos desde que el mundo es mundo y las tautologías, ya se sabe, no se discuten. Están quienes se sienten demasiados cómodos sentados en el sillón de los privilegiados como para preguntarse si las cosas que pasan a su alrededor son justas o no. Y otros se apoyan en postulados naturalistas, ideológicos, teológicos y/o divinos, sobre todo mientras nuestro país estuvo bajo el yugo del nacionalcatolicismo para justificar los abusos. En aquellos oscuros años de nuestra historia más reciente, muchos afirmaban, incluso, que el varón era superior a la hembra desde el mismo momento de su nacimiento y quien dijera lo contrario merecía ser condenado a la hoguera por hereje.

Por lo tanto, yo debería estarme callado, dado que, por mi condición biológica, siempre disfrutaré de una posición de privilegio en esta sociedad, sin tener que esforzarme lo más mínimo y, además, mi desidia, si la tuviera, estará mejor compensada que la de cualquier integrante del sexo femenino que se encuentre en mi misma situación.

Sin embargo, y debe ser por culpa de la educación que recibí -y cada día recibo de quienes están a mi lado-, ni me gustan las tautologías, ni el corporativismo, ni los dogmas de fe, y mucho menos cuando pretenden justificar, bendecir y/o ungir uno de los mayores sinsentidos que habita en las sociedades contemporáneas y que parece que llegó para quedarse, por los siglos de los siglos, visto lo visto.

El mencionado sinsentido, el elefante en la habitación que nadie quiere ver, aunque la habitación sea más pequeña que el camarote de Otis B. Driftwood y el paquidermo, más grande que su baúl viene a decir lo siguiente: no importa si un varón cualquiera puede ser un inútil, un patán, un correveidile, un abrazafarolas, un lameculos, un indocumentado, un ignorante, un analfabeto, un cantamañanas, un trapisondista, un ladrón, un corrupto y así hasta una confeccionar una larga lista que ya quisiera el bueno del capitán Archibaldo Haddock para incluir en su florido vocabulario que, al final, llegará a cobrar más que una hembra que sea todo lo contrario a lo anteriormente expuesto.

Es más, si la hembra es todo lo anteriormente dicho, pero, encima, lo hace “mejor” que el varón, terminará cobrando menos porque… ¿No hay nadie que pueda explicarlo?  Lo repito, por si NO lo han ENTENDIDO la primera vez: si hay una hembra que es todo lo anteriormente dicho, pero, encima lo hace “mejor” que el varón, terminará cobrando menos porque…

¡Vaya! No hay nadie que quiera explicar, con argumentos sólidos, cuál es la razón que justifica el desfase entre un sexo y otro, aunque mejor que desfase diría que la enorme brecha salarial que existe entre los sexos y que NO se puede justificar de ninguna otra forma que no sea por la osadía, la avaricia y la codicia de una sociedad patriarcal, machista y vomitiva que premia la incompetencia y castiga la genialidad, sobre todo cuando tiene el rostro de una mujer.

Y quienes piensen que no sé lo que pasa por la cabeza de quienes dictan las normas empresariales les diré que, además de castigar el teclado de mi ordenador, también tengo una empresa a mi nombre y, de tanto en tanto, debo contratar personal al cual, después, debo pagarles. No por su sexo, sino por el trabajo realizado. Si el cometido realizado es el mismo -que lo suele ser- el salario es EL MISMO.

Será que todavía tengo una conciencia rodando por mi cabeza y que, a pesar de que mi profesora de ética y deontología profesional era una absoluta indocumentada, además de una pésima educadora, alguna cosa buena nos enseñó, a pesar de todo.

Por añadidura, en casa de mis padres me enseñaron a valerme por mí mismo, a hacer las tereas de la casa, a ser ordenado y no acostumbrarme a que alguien viniera detrás para hacer aquello que no me apetecía hacer, tal y como sucedía con buena parte de los espantajos con los que compartí techo en mi etapa universitaria. Aquellos mamarrachos terminaban por ser vomitivos por la desidia, la incompetencia y por la falta de respeto que demostraban para quienes limpiaban la basura que ellos derramaban, fiel reflejo de la mala educación que había recibido desde su más tierna infancia, si alguna vez la tuvieron.

Todo esto explica que, al revés de lo que piensan y expresan muchos varones de nuestra geografía nacional, yo Sí considere el trabajo doméstico como un TRABAJO con mayúsculas y no como algo que las hembras deban hacer porque son… porque son hembras ¡Y dos piedras que diría el otro!

Soy realista y sé que mis palabras de poco servirán para cambiar esta lamentable situación. Y también estarán los que piensen que lo hago, porque ahora está de moda ser un varón feminista, lejos del machito “guardapolvos” de antaño. No obstante, quienes me conocen, y algunos de los ya comentados mamarrachos con los que conviví -y con quienes llegué a tener más que palabras- saben que hace veinticinco años pensaba como ahora, aunque admito que era un poco más sanguíneo y menos cínico que ahora, eso sí. De todas formas, si por lo general me tomo estas cosas muy en serio, el próximo día ocho de marzo pienso hacerlo con mucho más esmero, mientras pienso en todas estas cosas.

Sea como fuere, estaría bien que, además de que se lograra una altísima participación en la huelga general del próximo día ocho de marzo -tanta que fuera capaz de paralizar nuestro país, como ya pasara en Islandia, hace cuatro décadas- quienes maleducan a sus hijos y los lanzan al mundo de una forma tan lamentable, se tomaran ese mismo día para reflexionar y darse cuenta de que aquellos problemas que no se solucionan a tiempo, luego, se enquistan y es muy difícil deshacerse de ellos. El mundo actual ni se puede permitir más machos alfas, carentes de toda ética, ni una brecha que premia la incompetencia y la desigualdad. Debería ser todo lo contrario, de una vez por todas.  

¿O será que el problema viene, porque no se tiene a mano un niño, o una niña, de cuatro años que les explique la verdadera naturaleza de las cosas?

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