La democracia como límite

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Se puede o no estar de acuerdo con las políticas que abogan por una mayor o menor inversión en los servicios públicos; se pueden sostener posturas ideológicas diferentes sobre el aborto o la eutanasia, por citar dos temas tan discutidos como discutibles; se puede mantener una posición dispar sobre cómo se debe regular la emigración, o cómo favorecer el primer trabajo a nuestros jóvenes o cómo facilitar una jubilación digna a nuestros mayores; se puede discrepar sobre los precios del alquiler y la formalización de los desahucios, el trato jurídico que deben recibir los animales de compañía o sobre la mejor manera de modificar y/o actualizar las instituciones, léase el CGPJ a modo de ejemplo; se puede incluso considerar la idoneidad o no de un tipo de jefatura de Estado frente a otro o tantear hasta qué punto es factible la fragmentación de una parte del territorio achicando así los límites del país; se puede defender la imperfecta perfección de la Constitución o su perfecta imperfección, da lo mismo. De todo lo expuesto y más se puede estar a un lado u otro de la balanza, incluso se puede estar a medio camino, más para allá que para acá y, cuando el viento cambia de dirección, más para acá que para allá. Se puede…, pero de lo que no se puede estar de ninguna manera es de parte de lo que no es democrático.

Hay un límite, una frontera que ha de ser infranqueable y que se reconoce por este principio que debería ser incuestionable: en democracia, todo; fuera de ella, nada. Digo todo esto porque me inquieta constatar que, de un tiempo a esta parte, por desconocimiento o por aviesas intenciones, esto, que debería estar asimilado en el subconsciente más profundo, tal y como lo veo, se cuestione de un modo más o menos directo, como cuando se alaba encubiertamente el golpe de Estado del 36 apelando a un origen cuanto menos absurdo (la República alzada contra la República) o a una insoportable por inmoral y cruel solución mesiánica: como no funciona lo que hay, impongo mi violencia y mi verdad.

Quienes reconocen de palabra o con el silencio cómplice que fue necesario un golpe de Estado en el 36 son antidemócratas, se pongan como se pongan y apelen a las razones que quieran; y quienes justifican la necesidad de que hubiera una guerra civil y una dictadura de casi cuatro décadas para poner orden también son unos antidemócratas. Nada más contrario a la democracia que una dictadura. Digan lo que digan, se vistan como se vistan y porten las banderas que porten, repito: una dictadura es lo contrario a una democracia. Como con los embarazos y con la vida, aquí no hay término medio: se es demócrata o no se es.

Bien harían los políticos españoles en dejar bien claro de qué lado están y, sobre todo, contra qué están. Sin circunloquios, sin dobles sentidos y sin tanto bla-bla-bla condescendiente. Si son demócratas, que quede claro, que no haya lugar a la duda de lo que defienden: señalen al antidemócrata, permítanle que hable con libertad (nobleza democrática obliga), pero cuídense mucho de ver en ellos a los aliados idóneos para la gestión de gobiernos, pues no es creíble que los defensores de la dictadura que se padeció en este país sean capaces de defender nuestra democracia.

Y recalco lo de “españoles” porque entiendo que su quehacer tiene por principio y fin el servicio al territorio que representan. Las relaciones diplomáticas, comerciales y culturales de España con otras naciones (sean democráticas o no) deben ir por un cauce diferente al que me ocupa en este artículo. Hay intereses nacionales que mueven a la adopción de acuerdos con Estados no-democráticos, sean del arco ideológico que sean (izquierda, derecha, religioso, ateo…), sin que ello conlleve la presunción de que el Gobierno (sea del color político que sea) esté a favor o no del régimen que tienen. De ahí que sean comprensibles, aunque moralmente desagradables, incómodos y enfadosos (estoy siendo suave), los lazos que mantiene España con muchas dictaduras que, como característica común, tienen su desprecio a los Derechos Humanos.

Pero este mirar al otro lado frente a otras naciones no justifica en modo alguno que hagamos lo propio dentro de nuestras fronteras. España es un país democrático porque no quiso que se prolongara la dictadura. Si tan buena fue, como proclaman sus defensores cada vez más envalentonados, ¿para qué se llevó a cabo la Transición? Una vez que la democracia llega, con todas sus imperfecciones a cuestas, la mayor tragedia que cabe esperar a una sociedad es su pérdida; y en 1936 se perdió. La democracia que habitaba en la conciencia del país desde hacía un lustro desapareció por culpa de un golpe de Estado y de una guerra entre quienes defendían la subversión y quienes defendían el respeto y cumplimiento a las leyes vigentes (mejorables, por supuesto). Estos últimos fueron los demócratas; o sea, nuestros semejantes, nuestros iguales; en otras palabras: nuestros verdaderos compatriotas.

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