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Los escombros de un régimen

Santiago Pérez

He leído en un reportaje periodístico que he sido un “concejal martillo pilón”, “fiscalizador implacable” de Coalición Canaria. Sobre esto quería escribir.

No ha sido fácil, aunque no haya tenido nada de heroicidad, ser disidente frente al Régimen de ATI --sí, el Régimen, aunque a Julio Pérez le extrañe el nombre porque cree que es nombre sólo correspondía al franquismo--.

Seguramente porque con el paso del tiempo he adquirido algunos conocimientos de Teoría del Estado y de Derecho Constitucional, estoy convencido de dos cosas, al menos de dos: que cuando todo el poder se concentra en las mismas manos la libertad perece y que, frente al abuso de la mayoría, la última trinchera de la legalidad, del interés público y de los derechos individuales y de las minorías está en los tribunales.

Así es, o debe ser, el Estado de Derecho. Por eso, cuando algunos peones del Régimen, me acusaban de estar judicializando la política no les hice ni puto caso.

Denunciar la corrupción es tarea ingrata. Los corruptos te convierten en proscrito. Y quienes debían hacer lo mismo que tú, miran para otro lado.

Sabía que tenía sentido. Sabía también que había que afinar mucho, porque un paso en falso se convierte en un boomerang. No contra el denunciante, que también; sino para la propia lucha contra a la corrupción. El “lo ven, no había nada” son capaces de manejarlo hasta cuando la absolución les viene porque el delito prescribió. En estos casos, su cinismo, su control de los medios informativos y el desconocimiento que amplios sectores de la opinión pública tienen sobre estos asuntos acaban favoreciendo a los corruptos.

Pero ese tiempo, el tiempo del Régimen, ya pasó. ¿Volverán las oscuras golondrinas? No sé si volverán ni cuándo. Pero el Régimen cayó. Y sus epígonos se mueven estos días como pollos sin cabeza.

Sin embargo, hay procesos judiciales que están en marcha y en los que están envueltos los que estaban en el poder y ya no están.

La situación de Clavijo es ilustrativa. Érase de un chico que llegó a la política, le regalaron una alcaldía -en la que no hizo nada memorable, porque fue un regalo envenenado de Oramas: un Ayuntamiento financieramente desvencijado, en medio de la grave crisis económica de estos años- y, a renglón seguido, se encaramó a la presidencia de Canarias. Con carita de bueno pero manejando implacablemente los resortes del poder al servicio de sus intereses y de los de algunos grupos económicos perfectamente identificables. Y ensoberbecido hasta llegarse a creer que los canarios somos tontos, menos él.

De todas sus andanzas, lo que más me indignó no fueron sus prácticas delictivas y su desparpajo; sino la censura informativa. Empezó a cogerle gusto cuando, al terminar los plenos de La Laguna, llamaba a los directores de los medios para dictarles los titulares. Y se convirtió en adicto. La mezcla de prepotencia e ignorancia acabaron siendo letales, incluso para él.

En una sociedad democrática, plantarle cara a la corrupción no tiene nada de heroico. Es simplemente la expresión de un compromiso cívico exigible a todo cargo representativo que se sienta identificado con la defensa de los intereses públicos. Pero tiene un puntito poético, lo reconozco. Y a la larga, puede resultar eficaz. Y así ha sido.

Un concejal, martillo pilón o no, tiene el deber legal de denunciar (artículo 262 de la Ley de enjuiciamiento Criminal) los hechos delictivos de los que tenga conocimiento por el ejercicio de su cargo. Pero sólo de denunciarlos. No tiene, por tanto, ningún deber -ni jurídico, ni político, ni ético- de ejercer la acusación popular. Promover la acción de los tribunales en defensa de la legalidad es la función que la Constitución encomienda a la Fiscalía, que cuenta para desempeñarla con los poderes legales necesarios.

En más de una ocasión uno ha tenido que hacer de fiscal oficioso, ejerciendo de parte acusadora, ante la inhibición de la fiscalía. Inhibición que, cuando se produce, es incomprensible y desmoralizadora.

Pero mi oficio no es el de fiscal. Creo haber cumplido mis deberes en defensa de la legalidad. Como cargo público y, en su día, como dirigente socialista. Hacer de “fiscalizador implacable” de Coalición Canaria ni siquiera tiene ya algo de poético. Porque su poder institucional ha quedado reducido a un montón de escombros.

Soy, además, plenamente consciente de que si -en 2011 y ante la inminencia de un pacto con Coalición Canaria impuesto desde Ferraz - no hubiera dejado voluntariamente de formar parte del PSOE, no habría podido realizar las denuncias que han desembocado en el Caso Grúas y en el Caso Reparos. Ni tomar desde fuera del PSOE, con el que siempre he mantenido muy estrechos vínculos, las iniciativas anticorrupción que siempre entendí que eran (y son) una obligación del PSOE. Porque, en aquel entonces y por exigencias de Coalición Canaria, me habrían expulsado.

Pero esa es otra historia.

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