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Nuestros padres y madres ante el coronavirus

Francisco Javier León Álvarez

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He leído en un medio de comunicación que debemos estar contentos porque el número de muertos en España por COVID-19 ya descendido a solo unas setecientas y pico personas por día. Solo eso. La muerte es un número y más de setecientas vidas perdidas representan la esperanza y felicidad de una mayoría, frente a la desgracia de quienes no han podido superar los efectos de ese virus.

Si entre esa cifra no están tu padre y tu madre, que ya han superado la barrera de los setenta años, entonces la luz al final del túnel está cada vez más cerca, pero no dejas de pensar que aún están dentro de él. Se hace eterno recorrer esa distancia y la suma de cada uno de los metros que avanzan en ese calendario es una pequeña victoria sobre el miedo, que comprensiblemente se ha instalado en sus pensamientos y en su rutina.

Nadie pensaba que nuestros padres y madres volverían a pasar por una situación calamitosa como esta, llena de incertidumbres, desconfianza y vulnerabilidad, cuando en realidad deberían estar disfrutando de su jubilación y dejando atrás las décadas de duro trabajo para sacar adelante a sus respectivas familias.

Hay una generación que nos ha dado mucho más que lecciones de Historia, casi sin haber pisado una escuela: la que nació entre los años previos al comienzo de la guerra civil española y finales de la primera década del gobierno de Franco en el siglo XX, y que hoy en día abarca entre los setenta y los noventa años de edad, aproximadamente. Su relato es el de millones que superaron todo tipo de adversidades y que supieron construir sus personalidades a base de sobreponerse a aquellas y de renunciar a muchas libertades.

La Guerra Civil fue el tatuaje de la lucha omnipresente entre la democracia y el fascismo. Con apenas unos años de edad, una parte de esa generación sufrió en sus carnes las consecuencias de ese último, que en Canarias, mi caso en particular, tuvo su bandera bajo la represión y las desapariciones durante y después de ese conflicto armado. Además, todos crecieron bajo el discurso único, basado en la imposición de la religión, la coacción, el silencio, la privación de librepensamiento y opinión y el hambre.

El establecimiento de la autarquía, como sistema de autosuficiencia nacional, les condenó aún más a una fuerte dependencia de la producción interna. Mientras tanto, la oligarquía agraria, afecta al régimen, continuó explotando a nuestros abuelos y abuelas, a los que se sumaron nuestros padres y madres. La mayoría perdieron su infancia de manera rápida y comenzaron a trabajar a una corta edad, a esos diez u once años donde todavía deberían disfrutar de los juegos o estudiar en un colegio. Las necesidades apremiaban y comer era tan necesario como respirar.

En muchos municipios de Tenerife, los hombres se vincularon a las fincas de plátanos, en gran medida pertenecientes a Fyffes, la empresa irlandesa que apoyó el golpe de Estado de Franco y que, como la estadounidense United Fruit Company en Centroamérica, se benefició de la dictadura para nutrirse aún más de la mano de obra barata local. A las mujeres les tocó la cárcel doméstica, parir una vez tras otra y trabajar igualmente en el campo, vendiendo productos de pueblo en pueblo o servir en las casas de la oligarquía y la burguesía. Todos aprendieron a bajar la cabeza y a asentir ante cualquier palabra de quien mandaba y pagaba.

Mientras parte de esa generación ya trabajaba y otra nacía, por el camino fueron perdieron a sus padres por la sangría de la emigración irregular, aún presente, que durante la década los cincuenta siguió focaliza en Venezuela; aunque muchas mujeres también emigraron, la mayoría se quedaron aquí, al frente de sus hogares, y suplieron con toda la dignidad del mundo el papel de la figura paterna, hasta entonces omnipresente. Ellas se convirtieron en padres y madres a la vez de nuestros respectivos progenitores. Pero las penalidades siguieron en esa sociedad, donde los ricos mandaban y la inmensa mayoría, que eran pobres, continuaban malviviendo, explotada en las tierras por salarios míseros y practicando el estraperlo.

A comienzos de la década de los sesenta, España salió paulatinamente de esa autarquía, aunque la emigración continuaba: en el caso canario, con menos fuerza hacia Venezuela, y en peninsular, con bastante fluidez hacia Alemania, Francia y Suiza, principalmente, debido a la situación económica de nuestro país y a la demanda de mano de obra no cualificada para alimentar las fábricas, sobre todo las alemanas.

Mientras tanto, nuestros progenitores asistieron al boom del turismo extranjero, basado en el sol y la playa, que surgió en esa misma década y que duró mucho más allá de 1973, cuando se produjo la crisis mundial del petróleo. Esto supuso no solo un trasvase de mano de obra del sector primario al terciario, sino también el asentamiento paralelo de la construcción tanto de hoteles como de espacios residenciales. Esto provocó una mejora en los salarios y una perspectiva de un futuro mejor.

Y llegó 1975. Murió Franco y, por fin, dejaron atrás décadas de frustraciones, pero no pasó lo mismo con el miedo: en realidad, siguieron viviendo con la desconfianza de no hablar de determinados temas que se consideraban prohibidos durante el franquismo, como si el autoritarismo siguiese presente. Bajaban la voz y sus palabras se diluían. Aún así, el naciente período democrático y su consiguiente desarrollo les permitió asentarse dentro del estado de bienestar, que configuró el marco económico de la clase media-baja, generándose una solidez nacional con la integración de España en la Comunidad Económica Europea en 1986 y el ingreso en la Unión Económica y Monetaria en 1998.

Ahí estuvieron nuestros padres. La construcción alimentó a muchas familias y las amas de casa, sin salarios ni derechos laborales reconocidos, levantaron día tras día un entorno social mayor que el número de urbanizaciones, apartamentos y chalés de toda Tenerife. 

Pero en 2008 surgió la crisis económica, producto de la especulación bancaria, la quiebra de la construcción y el consumismo exacerbado. Por entonces, nuestros padres y madres ya se habían jubilado o estaban muy próximos a hacerlo. Entonces, se convirtieron forzosamente en nuestra tabla de salvación, con la carga familiar implícita. Era una angustia compartida. Su pensión, el reflejo de todas esas décadas de trabajo, adquirió una sobredimensión. Mientras los bancos cerraron la vía de los préstamos, los jubilados tuvieron que repartirla entre sus hijos y, a su vez, estos con sus nietos, en una cadena antinatura. De este modo, mitigaban su comportamiento capitalista, que les llevó a firmar hipotecas inaccesibles, a adquirir vehículos y a despilfarrar su salario a base de un consumismo exacerbado.

Nosotros, hijos de esa generación cincelada a golpe de tropiezos, no aprendidos de todas esas penalidades y cambios severos. Al contrario: hemos crecido con el pensamiento de que las neveras siempre estarían llenas. Entonces, acuciados por las deudas, muchos se acordaron que tenían padres y madres por el dinero que suponía, cuando antes, guiados por ese mismo individualismo, se desprendían de ellos en algún centro geriátrico, como quien lo hace de un perro en medio de la carretera tras haber convivido con él durante décadas. 

Y sin habernos recuperado de la crisis, en 2020 ha llegado el COVID-19, añadiendo otro aliciente más a la situación de esos jubilados. Cuantos más años tienen, más calidad de vida han perdido, y se reproduce el ciclo de desgracias y padecimientos de sus vidas, que en algún momento quedaron atrás. El miedo ha retornado como un fantasma del pasado. El horizonte de nuestros padres y madres son ventanas, balcones y pequeños patios donde se sientan a ver pasar la vida en vez de disfrutarla. No piden nada material; solo tiempo, más tiempo.

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