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Con la venia

Paqui González

Velaron las estrellas el sueño de su muerte / sus luces de esperanzas las recogió ya el sol / en haces luminosos la aurora resplandece /es hoy el nuevo día en que actuó el Señor… El himno sonaba suavemente como un caleidoscopio que, en lugar de imágenes, multiplicara voces quedas. Era la segunda hora del tiempo de Dios, la del rezo de Laudes, que en otro tiempo y en otra hora minutaban las clepsidras y los relojes de sol. Ahora las manecillas del disco blanco que colgaba de la pared desnuda apuntaban al amanecer. El alba inventaba un nuevo día y el cronómetro de la liturgia se ponía en marcha. 1.440 minutos de salmos, limpieza, antífonas, costura, oraciones, planchado, cocina, himnos y lecturas en un convento de clausura con vistas a Facebook. Una especie de torno 3.0. que al girar no nos trae mermeladas, rosquillas o pastas elaboradas por las monjas sino sus opiniones. El jueves, con el mundo al otro lado, las Carmelitas de Hondarribia giraron el torno. En su interior, como una botella lanzada al océano, un único mensaje y una sola voz hablando en nombre de muchas almas: “Nosotras vivimos en clausura, llevamos un hábito casi hasta los tobillos, no salimos de noche (más que a Urgencias), no vamos a fiestas, no ingerimos alcohol y hemos hecho voto de castidad. Es una opción que no nos hace mejores ni peores que nadie, aunque paradójicamente nos haga más libres y felices que a muchxs. Y porque es una opción LIBRE, defenderemos con todos los medios a nuestro alcance (este es uno) el derecho de todas las mujeres a hacer LIBREMENTE lo contrario sin que sean juzgadas, violadas, amedrentadas, asesinadas o humilladas por ello. HERMANA, YO SÍ TE CREO”.

Cuando Patricia Noya publicó el mensaje de solidaridad con la víctima de La Manada, el reloj marcaba las 18:07. La antesala de la hora de Vísperas. Para entonces, miles de personas abarrotaban las calles en protesta por una sentencia cuestionable y un voto particular vergonzoso. “Basta ser mujer para caérseme las alas”, escribiría Santa Teresa de Jesús en la España del siglo XVI. En la del XXI, son algunas de las monjas de la Orden que ella reformó las que han apostatado del silencio cómplice para advertir: “El peligro es haya conductas buenas y malas, mujeres buenas y malas. De alguna manera, eso es lo que están comunicando”. Mujeres honestas, castas y pudorosas frente a mujeres deshonestas, licenciosas, impúdicas, borrachas y trasnochadoras. Llama la atención que unas monjas de clausura puedan llegar a diseccionar tan acertadamente la forma de pensar de un magistrado –en este caso, de Ricardo González– y la esencia de sus argumentos, sin necesidad siquiera de utilizar el bisturí de la lectura con sus 237 páginas de voto particular (casi el doble que la sentencia). De hacerlo, encontrarían los argumentos sobre los que cimentar su diagnóstico. Dice el juez Ricardo González que los 96 segundos de videos muestran un “contenido perturbador” (p. 243) porque ninguno de sus protagonistas –tampoco la mujer, añade– “muestra el más mínimo signo de pudor” ante su desnudez y sus posturas sexuales (pp. 244-245). El sexo que se expone en las imágenes, sentencia, “es de una impudicia más que notable” (p. 249). En definitiva, la falta de recato es lo verdaderamente grave de todo lo que no-sucedió, según su criterio, en un portal de Pamplona la madrugada del 7 de julio de 2016.

Ricardo González, como si fuera un amante del rafting de nivel V, se lanza entonces río abajo atravesando los rápidos violentos del caso sobre una embarcación endeble –su manera de pensar– que hace que el descenso acabe en naufragio, la toga se torne desnudez y podamos conocer a quien la habita al reflexionar, por ejemplo, sobre el supuesto placer sexual que él cree intuir en la cara y en los gestos de la chica: “No concluyo que esta apreciación haya de suponer necesariamente una relación sexual consentida, pues no es descartable que durante una relación sexual no consentida pueda llegar a sentirse y expresarse una excitación sexual meramente física en algún momento […]” (p. 245). Seis páginas después, repite la idea: “… en función de las circunstancias que concurran puede llegar a darse una verdadera agresión sexual en la que, pese a todo, la mujer llegue a experimentar ”excitación“ o ”placer“ meramente físico en algún momento” (p. 251). Como el porno de Rocco Siffredi.

Leer el voto particular de Ricardo González es como masticar alfileres: tremendamente doloroso. Que las Carmelitas hayan llegado a la misma conclusión en un convento de clausura (“Se nos escapan los tecnicismos pero lo que no se nos escapa es el sufrimiento, la humillación, el dolor, el miedo y esa culpabilización de la mujer”) –mucho antes, por cierto, de que lo haya hecho gente capaz de cantar 300 temas ante un tribunal de oposición– es para reflexionar. No es el Código Penal lo que precisa un cambio; es la interpretación del Derecho y de la vida que hacen algunos. Llegó la hora. Esa hora, que como escribió Cortázar, “puede llegar alguna vez fuera de toda hora, agujero en la red del tiempo, esa manera de estar entre, no por encima o detrás sino entre, esa hora orificio a la se accede al socaire de las otras horas”.

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