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La venta de armas, ¿un servicio esencial?

Santiago Pérez

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Estado Moderno y Capitalismo han ido de la mano desde el comienzo. Se criaron juntos. Ambos se desarrollaron empleando todos los medios, desde los más sutiles hasta los más despiadados. Pero su consolidación vino de sus logros. Dentro de las aportaciones del Estado Moderno, no fue la de menor utilidad para la sociedad la de  la mayor seguridad “en los caminos”. Tuvo muy positivas consecuencias tanto para la vida de la gente, de sus “súbditos”,  como -sumada a una paulatina unificación jurídica de los territorios bajo la autoridad estatal- para el desarrollo de la economía de los países.

Fueron las grandes crisis del capitalismo y sus devastadoras consecuencias sociales, el temor a la revolución obrera (después del éxito de la Revolución rusa, 1917) y el panorama dantesco dejado por las dos Guerras Mundiales, las que determinaron que los Estados occidentales adoptaran la forma de Estado Social. Se incorporó así a las funciones esenciales del Estado la de procurar unas condiciones de vida dignas para todos los ciudadanos, lo que le comprometía a una cierta corrección de las desigualdades. Nunca dejo de precisar que el establecimiento del Estado Social  ha sido un privilegio de un pequeño número de países, cuya prosperidad se asentó en buena medida sobre unas relaciones de intercambio injusta con el resto del mundo, instrumentadas por medio de todas las variables imaginables del colonialismo y del poscolonialismo.

El instrumento básico del Estado social es un sistema tributario progresivo, para poder llevar a cabo la redistribución de renta entre los ciudadanos, que forma parte de la esencia del Estado de bienestar.

En los mismísimos EEUU, el tipo marginal del impuesto sobre la renta aplicado a los contribuyentes sobre el tramo más alto de sus ingresos  fue el del 70%, desde el fin de la II Guerra Mundial hasta el inicio de la revolución neoconservadora, allá por los 1970. Durante esos años de posguerra, la economía norteamericana creció más establemente y sobre bases más sanas que desde que empezaron a producirse los efectos de los grandes regalos fiscales a los más ricos inaugurados por la Administración Reagan. El detonante de la revolución conservadora fue la pérdida del miedo al comunismo. “Cuando Estados  Unidos salió victorioso de la Guerra Fría… a falta de competencia internacional, ya no teníamos interés en demostrar que nuestro sistema era capaz de cumplir con la mayoría de los ciudadanos” (Stiglitz, La Gran Brecha).

La irrupción y el desarrollo de la pandemia del COVID-19 está dando a conocer, ante los ojos del Mundo, cómo la potencia hegemónica presenta síntomas de fracaso como simple Estado. El desgarro social que suponen las decenas de millones de norteamericanos huérfanos de protección sanitaria, después de décadas de desmantelamiento neoliberal del tímido Estado Social promovido en medio de grandes resistencias conservadoras por la política del New Deal del presidente F. D. Roosevelt y convalidada su constitucionalidad  por el Tribunal Supremo liderado por E. Warren. Esto por un lado.

Y por otro, la espiral de venta de armas -declarada por Trump como “servicio esencial”-  que certifica la incapacidad de la que ha venido siendo potencia hegemónica  para garantizar la seguridad de los ciudadanos en su propio territorio, ponen de manifiesto un notable fracaso del Estado norteamericano como Estado. Y suponen una especie de retorno a la ley de la selva, al estado de guerra de todos contra todos, al homo homini lupus hobbesiano, para cuyo remedio surgió precisamente el Estado.

La verdad es que el origen del  derecho a portar armas, que está teniendo consecuencias funestas en la sociedad norteamericana de nuestro tiempo, estuvo ligado a la resistencia de amplios sectores protestantes  de la sociedad inglesa contra los amagos de la Corona (a lo largo del siglo diecisiete) de instaurar una monarquía absolutista y restablecer el catolicismo. 

Aquella etapa de revueltas culminó en la Gloriosa Revolución de 1688, en la proclamación del la soberanía del Parlamento y en  la aprobación del Bill of the Rigths, precursora de las Grandes Declaraciones de Derechos de las revoluciones burguesas y de la Independencia norteamericana. Y en la consagración del derecho de los ciudadanos protestantes a portar armas para la defensa de las libertades inglesas. Fue durante aquellos tiempos cuando se prohibió a la Monarquía británica levantar un ejército permanente dentro de sus fronteras en tiempos de paz, sin autorización del  poder legislativo. 

Lo que son las cosas. Un derecho que nació como garantía de libertades, se ha convertido con el paso del tiempo en una amenaza indiscriminada contra los derechos más esenciales del ser humano: la vida y la integridad .  Y su tozuda vigencia sólo se explica, me imagino, por los importantes intereses ligados a la producción y venta de armas que usan como coartada el apego de muchos ciudadanos a sus tradiciones y símbolos nacionales.

A fin de cuentas, esta epidemia de la globalización está demostrando ante los ojos de la humanidad entera las grietas sociales y políticas de la sociedad norteamericana, justo en el tiempo en que emerge una nueva potencia económica mundial. Potencia que, sólo es cuestión de tiempo, está llamada a desempeñar el liderazgo político.

No se vean estas reflexiones como una expresión de antiamericanismo, ni como una réplica  antiyankee de la vieja leyenda negra construida en su tiempo contra el Imperio español. Porque no lo es. Estoy convencido de que la sociedad norteamericana  y su sistema de gobierno conservan muchas de las energías y  cualidades que la llevaron a desempeñar el rol de potencia universal  del siglo XX. Aunque estas décadas de neoconservadurismo y, especialmente, la elección de Trump parezcan desmentirlo.

Santiago Pérez, La Laguna 4 de abril de 2020.

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