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El verano comienza en un balcón

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Ana Tristán

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Cuatro son las estaciones que tiene un año, uno y todos, que sepamos y, de momento, el calendario, el armario y la vida en general se rigen y ordenan por esta sencilla sucesión de temporadas. Cuatro, también cuatro, son ya los ingleses que han tenido a bien precipitarse al vacío desde un balcón mientras visitaban las etílicas calles de nuestro abalconado país. No sabemos si, como casi todos hemos hecho alguna vez, intentaban cual tiernos abejorros contradecir las leyes de la física y alzar el vuelo hacia la azul inmensidad. El alcohol a todos nubla los sentidos, afila la lengua y distorsiona, más o menos, nuestra noción de la realidad.

De momento, si la LOGSE, la LOMCE o como se quiera ahora llamar, no ha intervenido, las estaciones siguen siendo cuatro y siguen viniendo determinadas por las posiciones de la órbita terrestre en su giro alrededor del Sol. Y por los ingleses. En España lo sabemos bien. Vaya que sí. Que digan lo que quieran, pero según la sabiduría popular, el verano no comienza hasta que no empiezan a caer turistas de los balcones.

El exceso de alcohol nos pone a todos ciegos, durante las grandes borracheras compartimos minusvalía, perdemos la vergüenza y el sentido del decoro de bar en bar. Leí en algún periódico que un político inglés, o alguien trajeado y con autoridad en su materia, conjeturaba que esta moda veraniega del salto al vacío imperial obedecía al hecho de que en Inglaterra no hay balcones. Es lógico. Cuando uno ve un balcón por primera vez piensa que está ahí como un trampolín de losa fría, como una pértiga sin pértiga para volar derechito a la UVI.

La otra razón que daba el trajeado señor con aspecto de importancia era que en Inglaterra los Gin Tonics saben a Tonic, mientras que aquí saben a Gin. Básicamente nos llamaba borrachos. Y básicamente tiene razón. España ha dirigido su desarrollo económico y social hacia el turismo, el alcoholismo, y otros –ismos tan improductivos como insalubres. Pero el hecho de que, según su trajeada opinión, los ingleses sean más tacaños a la hora de abrevar a sus borrachos, no significa que estos no lleguen al punto álgido del colocón, que, como sabemos, es el fin último de toda socialización. Lo que significa (de ser cierto) es que beberán en sus casas previamente, que se dejen más cuartos en los pubs o yo qué sé, que lleven una petaca en el bolsillo para auto- aliñarse los brebajes. El ingenio humano no tiene límites y el inglés, por mucho que se marche de Europa, no se libra de su humanidad.

De hecho, a poco que uno mire las estadísticas anuales sobre consumo de alcohol en Europa y el mundo verá que los ingleses ocupan una posición privilegiada en lo que a aspirantes a cirrosis se refiere. Superando con mucho la posición que ocupa la madre patria. Sin ser yo competitiva, hago todo lo posible por cambiar las tornas y llevar a nuestro país a las primeras posiciones del ranking de consumo de alcohol. Jefe, ¡caña aquí!

A muchas personas, empáticas y sufridas, les parecerá una falta de respeto que se bromee con una situación que, por muy absurda que parezca, no deja de ser dolorosa, sobre todo para las víctimas y sus familiares. Pero es lo que tiene el humor, nos permite hacer llevadera una existencia de por sí dolorosa y absurda. El humor es como el píloro que, como dijera Millás, es una cosa que uno lleva dentro sin tener plena conciencia, ni saber muy bien por qué.

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