Brillante discurso el pronunciado por el fiscal general del Estado, Eduardo Torres-Dulce, en la apertura del año judicial. Ilusionante su condena a la corrupción pública y privada; comprometido su elogio a las fiscalías anticorrupción, creadas por un ministro socialista de Justicia, el canario López Aguilar, y puestas en remojo por el PP desde que comprobó que se le veía el refajo, y muy profesional su compromiso de combatir ese mal que tanto preocupa a los españoles hasta situarlo como su principal preocupación después del paro. Pero a Torres-Dulce le traicionan los acontecimientos. Si, como dice, piensa luchar contra la corrupción desde “su atalaya procesal” y con los medios que cuenta, quizás debiera ordenar revisar algunas actuaciones recientes que devalúan su proclamación. Debería ordenar, por ejemplo, que los fiscales del Supremo revisen la acusación con la que ha llegado a Madrid el caso Las Teresitas, que empezó con una ristra de delitos salvajes y ha quedado reducida a prevaricación y malversación de fondos públicos, borrando de un plumazo las evidencias de enriquecimiento ilícito de algunos de sus más señeros acusados, es decir, el cohecho. Debería ordenar revisar también la petición de archivo que la Fiscalía Anticorrupción cursó para el caso Lifeblood, de auténtico mangoneo en el negocio sanitario, lo que podríamos encuadrar en lo que, según sus propias palabras, constituye “una manifestación más del desencuentro entre sociedad y justicia”. Por no remitirnos a viejos asuntos archivados por fiscales aún en activo, como el de la apertura de tosnillos del caso Góndola, aquel en el que un empresario pedía a dos destacados políticos canarios que se resolvieran sus asuntos urbanísticos por el camino de en medio. O el archivo desgarrado de las mentiras de uno que ahora es ministro ante una comisión parlamentaria de investigación. Porque la corrupción en sus múltiples manifestaciones no sólo anida en las instituciones públicas y en las empresas, también abunda desgraciadamente en determinados sectores de la Administración de Justicia provocando en los ciudadanos ese desencuentro del que habla Torres-Dulce, y una confirmación evidente de que la justicia es igual para todos, y para algunos más igual que para otros.