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Sergio Gil: del pincel al cincel

El artista Sergio Gil junto al alcalde de San Bartolomé de Tirajana, Marco Aurelio Pérez, y el Diputado del Común, Jerónimo Saavedra.

Cristóbal D. Peñate

Las Palmas de Gran Canaria —

Sergio Gil nació para ser creador. No concibe otra manera de vivir. Creador para transformar lo cotidiano en milagro, para adentrarse en lo que mira y en sí mismo, y para dejar una huella vital donde no había más que vacío o un lienzo en blanco. Es un artista íntegro e integral, en la más extensa significación de la palabra: en su honestidad personal y en su arte. Sabe, como lo aprendieron todos los grandes creadores, que la inspiración solo le llega a quien trabaja a conciencia cada segundo de su vida, en cada mirada, en cada libro y en cada uno de los viajes que uno emprende hacia dentro o hacia fuera de sí mismo. También se llena esa nada con los desgarros y con las alegrías que le han acompañado hasta estos días. Luego surge el milagro, esa sensación de ser un poco dioses ante la materia, de dejar algo que no estaba antes de llegar nosotros, y de emocionar al que mira lo creado y siente que hay algo mucho más allá de cada figura que se asoma como se asomaría el alma del artista a un espejo que se reflejara mucho más allá del tiempo.

Su abuelo dibujaba en la tierra roja de las Medianías como si su mano desplegara la sombra atávica de todos los antepasados desconocidos. Luego vio pintar a su padre cuando era un niño. Vivía en La Isleta, ese crisol de razas y de náufragos que fueron dejando los años en las aceras, pero que jamás perdieron la pista sabia del horizonte oceánico.

Cuando su maestro, don Domingo Déniz (a la sazón mi abuelo materno), trajo al centro escolar las primeras tizas de colores, el pequeño Sergio quedó prendado de ellas y les dio buen uso. Da igual que pintara una virgen o un atardecer en Las Canteras. Con el tiempo este artista autodidacta fue evolucionando en su estilo hasta llegar a la madurez creativa que hoy encontramos en estos cuadros forjados en el vacío del basalto y en los colores con los que el artista se sigue haciendo preguntas que solo es capaz de responder con la intuición de su propio arte.

Cuando era niño se ganaba la vida como podía: daba igual que fuera de recadero o de conserje. Aprendió que hay que estar siempre atento y vivo para salir adelante. Sus primeros cuadros los vendió en el Pueblo Canario, a donde acudía en busca de clientes foráneos que entendían su pintura porque venían de países en los que la mirada al arte estaba mucho más arraigada que en unas islas en donde la cultura era una exclusividad a la que solo podían acceder los más privilegiados.

Su obra está llena de luz y color. Desde 1988, año en el que nació mi primera hija, ha estado participando en exposiciones individuales y colectivas. A sus muestras pictóricas ha unido sus obras escultóricas, desde El Drago de La Garita a La Mirada, ubicada en el acceso a Las Terrazas. Ambas pueden contemplarse desde la Autovía del Sur de la isla. Pero también es un reputado fotógrafo, aunque él lo lleve con discreción, comportamiento propio de su modestia.

La mente de Sergio siempre está en ebullición artística. Hasta cuando está comiendo en un restaurante no puede parar de dibujar en los manteles de papel. Se le va artísticamente la mano y con su pluma plasma con una facilidad increíble lo que tiene en su cabeza. Hasta su firma es artística, tanto al pie de una factura como en su tarjeta de crédito.

Mi vida no se explica sin su presencia. Tengo en casa unos cuantos cuadros de él que me acompañan permanentemente y logran que mi espacio sea más habitable y acogedor, como si uno se sintiera mucho más seguro cerca de la belleza, o como si compensara el lodazal que encuentras muchas veces de puertas afuera. Tengo cuadros que les pintó a mis hijos pequeños hace más de veinte años y otros recientes, como el que le pintó a mi madre. Al lado de estos cuadros figurativos de intenso vínculo sentimental hay otros abstractos y geniales que llevan también su firma.

Estoy rodeado de Giles como si estuviera ceñido de Picassos. Como su admirado César Manrique, Sergio Gil es un artista que toca todos los palos del arte con maestría, pero sin presumir, con esa modestia y esa serenidad que sosiega a quien tiene la suerte de compartir sus vivencias y sus recuerdos. Siempre comparo su obra con un regreso a la infancia, quizá porque aquel niño de La Isleta se salvó pintando y rebuscando entre los colores con los que intentaba perpetuar aquel cielo que se encendía cada tarde iluminando el paisaje lejano de sus ancestros, ese espacio misterioso y ancestral que uno reconoce siempre detrás de cada uno de sus trazos.

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