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Un cernícalo en el tejado

Juan Capote

Mi primer contacto con las falconiformes se produjo muy temprano. Por razones de trabajo, mi padre tenía que recorrer, todas las semanas, buena parte de la zona norte de la Isla. A la vuelta de uno de esos viajes trajo una caja.

-Toma, Juan Francisco. Lo encontramos en el túnel largo. Perdido, el pobre.

Entre los cartones surgió una cabeza a medio emplumar. Nos miramos. Quizás tuviéramos la misma edad relativa. No podía saber cuáles eran sus sentimientos y por eso le adjudiqué los míos. De una cosa estaba seguro: la curiosidad era mutua. Sin embargo, tuve que hacer un esfuerzo para considerar su mirada como amistosa.

Si yo adopté con el cernícalo una actitud fraternal, mi madre hizo lo propio de su condición. Los cuidados y la facilidad con que aceptó comer la carne proporcionada por ella se vieron plasmados en un rápido desarrollo del animal. Pronto estaba dando vueltas por la casa encaramándose a las ventanas y volando entre los tejados. Empezó a desaparecer por ciertos periodos de tiempo, pero todos los días regresaba puntual al tejado situado frente a nuestro comedor. Sobre una de las ventanas que daban al patio le dejábamos su ración de carne y nos retirábamos unos pasos. El cernícalo parecía pensárselo un rato, pero invariablemente planeaba sobre los recuerdos de bosque tropical emanados por aquel húmedo jardín interior. Devoraba su comida, seguido por nuestras miradas desde una prudente distancia, y volvía a remontar el vuelo hacia el tejado, donde permanecía un momento antes de perderse.

La presencia del cernícalo en nuestra casa, como la de cualquier otro animal, poco habitual en el contacto con los humanos, pronto fue conocida por los habitantes de Santa Cruz de la Palma. En nuestra pequeña y entrañable ciudad costera abundaban (afortunadamente, hoy tampoco faltan) colombófilos y canaricultores. En general, para ellos las rapaces eran simplemente el enemigo. Pero ninguno de esos criadores tenía la mitad de ardor combativo de mi tía Rosita, fiel defensora de sus aves. A esa pasión, que contribuyó en gran medida a moldear mis vocaciones, unía una especial simpatía que a menudo le perjudicaba cuando defendía sus argumentos. Creo que sus sonoros reproches divertían a mi madre, aunque la inculparan como cómplice de un asesino de tantos pajaritos que vivían en jaulas colgadas de balcones llenos de historia.

Una mañana el cernícalo no acudió a la cita. Mi madre me lo comentó preocupada cuando volví del colegio. Sin embargo, al día siguiente apareció de nuevo como si estuviera proclamando que sus ausencias se prolongarían más y más. Y efectivamente así fue. Sólo recuerdo que, cuando las lluvias de otoño me adormecían con su ruido constante sobre las plantas del patio y sobre los mujos del tejado, para conjurar los tenebrosos sueños infantiles me aferraba al recuerdo del vuelo de aquella ave desaparecida para siempre.

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