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Coke, el jazz y el viejo Club. Jazz Club

Miguel Jiménez Amaro

Mi amigo Coke se bajó de un barco cargado con música de jazz un poco antes de llegar la pasada estación  del  invierno seco que tuvimos, ‘El Cosmos’, un barco que era también, todos los fines de semana,  una caja de música, con el que navegó durante  cinco años, un lustro, esa medida de tiempo a la que tan acostumbrados estamos los de esta latitud del universo, los nacidos en La Palma. Desde El Cosmos consiguió, como el canto de las sirenas de Ulises, atraer a los ciudadanos, que en mayoría se dejan bajar a la zona del muelle, a que subiesen a la zona de La Alameda, como lo hizo el aventurero león de Mister Sabas cuando se escapó del circo, y como lo hacen los  salmones, estos tenaces y luchadores pececitos que van a contracorriente. Hubo inmovilistas, personas que padecen esta enfermedad,  que se amarraron, como el bravo Ulises, a las palmeras de la Plaza de España, para no ser imantados hasta ‘El Cosmos’, pero no lo consiguieron, los cantos de sirena seguían sonando todos los fines de semana, y las amarras  no pudieron soportar la fuerza  embriagadora de aquella  tentadora  música,  acabaron rompiendo ¡Y hasta casi salen  corriendo al ‘Cosmos’ las eréctiles palmeras de la Plaza de España! Santa Cruz de La Palma creció, (¡Es el gran poder que ejerce la música sobre toda la creación, las vacas dan más leche, las plantas crecen más fértiles, los chivatos copulan mejor, las estrellas y los astros se vuelven más luminosos, y un sinfín de ejemplos más que tiene el universo!),  abrió sus fronteras mentales que solo llegaban a La Lonja; Santa Cruz de La Palma creció hasta el Castillete, y a  un sitio inimaginable, o al menos me lo parece a mí, creció hasta el jazz, desde donde se divisa un cosmos que ni los Observatorios Astrofísicos del Roque de Los Muchachos saben ver. Porque la música, y en concreto el jazz, te dan una visión de tu mundo interior, de tu cosmos interior, que es igual de inmenso  que el exterior. Mi amigo Coke, como os decía, se bajó, saltó a tierra, desde su barco, ‘El Cosmos’, finalizando el otoño; estuvo unos meses en ella, en tierra, y solo esperó a que empezase la primavera para auparse a otro barco, para emprender otra nueva singladura, ‘Jazz Club’ ¡Me da la impresión de que no puede vivir sin navegar!   Los cinco años de singladura en ‘El Cosmos’ ya le han dado  grado de capitán a Coke, y esta experiencia ya está soplando  sobre las velas de este nuevo sueño, ‘Jazz Club’, que nos hará surcar a través de otros nuevos mares oníricos. Esta singladura, algo surrealista, comenzó el pasado sábado día dieciséis, en un lugar que para mí es como si fuera de los cuentos de las ‘Mil y una noche’, porque abarca todas las realidades, visibles o no, el viejo Club Náutico de la calle Real. Un local de puertas abiertas que se presta para un vasto número de ideas y al que Coke, con su bien ganada maestría, hará revivir. 

El septiembre próximo hará dos años que ‘Las Cosas Buenas de Miguel’ celebró ‘La noche del Llopart’, y lo hizo en el viejo Club. Mis amigos de ‘Carlos Tasca’ habían emprendido en febrero su primera andadura gastronómica  en una de las lonjas del edificio del Club y quería echarles una mano, como me gusta hacer siempre; yo, interpretaba como lo hace un ‘medium’,  que el antiguo caserón, como un barco hundido, estaba pidiendo que lo volviesen a sacar a la superficie del mar, que estaba pidiendo a gritos su deseo de volver a ser casa y de que se venga nuevamente a escribir historias en él; por otro lado, mi hermano José María Llopart quería dar a conocer el ‘Cava Llopart Original 1887 Gran Reserva Brut Nature’, que la bodega había sacado por su ciento veinticinco cumpleaños. Coincidieron estas tres realidades juntas, y surgió casi de la nada aquel sueño; hicimos que el barco hundido retomará  la superficie del mar por una noche, que se escribiesen otras historias en él, la de cada uno de los participantes de aquella noche. Nos ayudó mucho en aquella noche la profesionalidad, el buen hacer  de ‘Carlos Tasca’, la paciencia y la buena disposición de los comensales que se retiraron de madrugada alegres y contentos, y la presencia artística de esa gran bestia tierna del saxo que es mi amigo, ese gran caballero andante de la música, mi hermano, por mejor decirlo,  Miguel López. Así, como surgió aquel sueño de ‘La Noche del Llopart’, sueño con que el viejo barco hundido se mantenga en la superficie, que no se vuelva a hundir más, que navegue y que se escriban nuevas historias en su casco ahora de piedra, madera y tejas. 

A veces sueño con mi pasado y en ese pasado me encuentro con cuatro años de edad, con una bicicleta de tres ruedas y en la puerta de la heladería del Club, con mi primo José María comiéndonos cada uno un polo de crema; los polos  eran de hielo y de crema. Me encuentro con que si me encontraba en el suelo, o me regalaban media peseta,  iba a comprar polos al Club. Con que cuando fui creciendo iba a este mismo sitio a tomar granizadas, comer cañas, truchas o rollos, y con que  los días excepcionales se tomaba en casa el helado ¡Esos sabores no los olvidaré nunca!  Cuando se abrió la Alaska, en frente de la Plaza de España, se creó la disputa de qué helados eran mejores, si los de un sitio o de otro; aunque ya la existía también con los de ‘La Nelly’ en la Calle Trasera, y también los de Ibáñez en La Alameda. Esta ciudad no ha sabido vivir nunca sin disputas. Esta ciudad ha sido siempre de Tenisca o Mensajero en casi todos los aspectos, y estas disputas se han llevado hasta muy lejos; es un poco cainita. Sueño con que la misma familia, que vivía en el entresuelo, se encargaba de regentar el restaurante en la parte alta.  Amparo y Francisco, que también lo llamaban Oto, eran las manos de que se hablase más que bien de la heladería, repostería y cocina de El Club. La heladería tenía en la parte de atrás un futbolín y un billar americano. El local social tenía un billar francés. Don Hilario Rey era el conserje, guardia civil retirado y un hombre muy bonachón al que no se le veía ningún atisbo de autoritarismo tan corriente en aquella época, y que tenía tres hijas guapas y actrices. Dentro de esos sueños con mi pasado recuerdo la música de las verbenas, los asaltos y la terraza de verano en la azotea, que llegaba  a mi casa de la calle Garachico, y subir yo a la azotea de la casa para intentar escucharla mejor, mirar al cielo, y darle las gracias por lo que estaba escuchando. Allí, en aquella azotea, se despertó en el niño que yo era entonces, el de la bicicleta de tres ruedas, que comía polos, mi gusto por la música; sentía que la música era bella, sin saber muy bien qué era eso de la belleza, pero lo sentía, y sentía la tristeza que me envolvía cuando dejaba de escucharla. 

Más tarde, en las aulas que daba Luis Cobiella en la casa de su amigo Juan Fierro, también en la calle Garachico, entendí por qué la música era bella. El jazz, ese anhelo de libertad perdida, hecho música,   por parte del hombre negro africano esclavizado por el hombre blanco, es una esfera más dentro de la música (recordad la música de las esferas de la que hablaba Pitágoras), por tanto es belleza también; esta belleza me la ha sabido enseñar y contemplar, mi amigo, mi hermano, El Apóstol del Jazz. Otros maestros me enseñaron que el universo no solo es sonido, sino que es una gran  pieza musical de la que surgen todas las piezas que escuchamos en este planeta Tierra ¡Pero esto vamos a dejarlo para otro día! 

A veces, sueño también con mi futuro, con que me gustaría seguir yendo al viejo Club, a todos los conciertos de jazz que se organicen, o actividades, que serían infinitas, relacionadas con este estilo de música. Sueño con que se escriban mil y una historias más, con que esta sociedad santacrucera se quite la losa de tristeza que tiene encima, pues la música en general, y sobre todo  el jazz, ayudan mucho en estos casos, como les ocurría a aquellos pobres esclavos negros africanos que la crearon. Pienso que el resultado del primer concierto, el del sábado pasado, me invita a seguir soñando. Se lo vuelvo a agradecer al cielo, como se lo agradecí aquella noche en la que de niño, sin miedo, subí solo a la cenicienta azotea de mi casa en la Calle Garachico para escuchar mejor aquellos sonidos que venían del viejo Club, y que hoy sé que vienen  del Universo.

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