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Hombres feministas: entre lo insólito, lo posible y el trabajo por hacer

Luis Miguel Castillo Rodríguez

Ahora, en días cercanos al 25 de noviembre, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, y cuando aún resuenan los ecos de la movilización social de ámbito estatal que el pasado 7 de noviembre emplazó a partidos y gobiernos a posicionarse con firmeza contra la violencia machista, quizá sea un momento propicio para encontrar un mayor grado de sensibilización o apertura de mente en ese segmento de población masculina que se siente ajena a esta agresiva realidad. Así, con estos renglones quisiéramos llegar al hombre como ente individual y como componente de un rebaño más o menos machista. La figura del hombre feminista despierta cierta sorna, no menos displicencia y un mundo de dudas, todo fruto de un desconocimiento conceptual provocado por la incapacidad para explicárnoslo a nosotros mismos y por el desinterés en entenderlo. Ante esto el hombre progresista ha de actuar. El feminismo en el hombre tiene diversas caras. Por un lado, y para muchos, es una bandera cómoda de enarbolar, y hasta ahí. Luego hay quien ciertamente rige su día a día por patrones de absoluta tolerancia e igualdad. En última estancia está quien, creyendo posible un nuevo paradigma social, no sólo es consecuente con su postura, sino que además hace activismo feminista. Estos son una minoría exigua, no heroica pero sí respetable. Veamos ¿realmente puede existir el hombre feminista? Por supuesto que creemos que la sociedad debe y puede aspirar a estructurarse con criterios de igualdad y respeto entre personas, pocos niegan (al menos en voz alta) que la igualdad de oportunidades entre todos y todas es la base de una convivencia sana. Bien, entonces ¿de dónde brota la violencia? En algún lugar de nuestro inconsciente late la idea de la dominación, del control sobre la mujer. ¿Somos capaces de sobreponernos a la brutal herencia cultural que nos sitúa como indudables jerarcas? Ya no somos carneros entrechocando las cornamentas y no existe la mujer que espera ansiosa la llegada del macho alfa, y sé que con esta revelación estoy defraudando a muchos, pero en algún lugar profundo de nuestra hombría subsiste la idea de que somos dueños de las emociones femeninas, de que la mujer debe amarnos exactamente cuando queremos y no puede dejar de hacerlo sin nuestro permiso. Así, cuando llega el rechazo o la indiferencia, aparecen esos peligrosos sentimientos de abandono, de inseguridad, de rabia, de venganza, que son el germen mismo de la violencia. No digo que seamos hombres de las cavernas, ni todos potenciales agresores físicos o psicológicos, pero es cierto que transitamos poco el sendero de la autocrítica y que escasas veces somos capaces de reconocer en nosotros esas pinceladas de machismo con que el sistema patriarcal nos ha ido recubriendo. Desde la cuna el hombre aprende a llevar el timón de las relaciones interpersonales, la cultura nos ofrece a la mujer como objeto, como recompensa a nuestro saber hacer conquistador (no neguemos que a todos nos gustaría ser donjuanes de libro), y ahí tenemos el enorme trabajo por hacer, reinventarnos, renacer como hombres, aún por encima de toda esa ancestral virilidad mal entendida. Si la mujer es objeto, querremos poseerlo y reaccionaremos mal ante su pérdida. Aquí es donde ha de aparecer el activismo feminista. Somos parte de un Todo machista, y no neguemos que muy escasamente, o nunca, tratamos estos principios de igualdad en foros masculinos. El hombre en grupo se deja arrastrar fácilmente por la inercia más primitiva (más peligrosa aún, por lo soterrado, en ambientes progresistas) pero no desdeñemos nuestra capacidad de influencia y cambio, de búsqueda y cura de nuestras inseguridades, de identificación de la violencia, y sobre todo, no eludamos la responsabilidad de ser referente de niños y jóvenes. Pero para ello, para hacer valer racionalmente nuestra posición, debemos aceptar nuestro propio proceso de cambio inconcluso: no hay peor enemigo para el análisis profundo que la desmedida autocomplacencia.

La cuestión que nos incumbe no es trivial, la conducta machista lleva siglos colmando el mundo de discriminadas, agredidas y muertas, la indiferencia es imperdonable y vergonzante. Por supuesto que es imposible que sintamos el peso que sienten nuestras madres, hermanas, amigas, compañeras e hijas, pero si hay algo que puede ponernos en el camino necesario es el ejercicio de la empatía. No se avergüencen, hombres feministas, a trabajar.

(azulclarito.wordpress.com)

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