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Mi amigo Alberto, ‘Giorgio’, y las gafas de mar blancas

Miguel Jiménez Amaro

Alberto, ‘Giorgio’, cumplió este año, otra vez, un año menos, veintidós, el viernes pasado día diecisiete. Es el hombre que ha tenido la grandeza de saber parar el tiempo y de saberle dar marcha atrás, la cuenta hacia atrás, como dice él: ¡Ni Kronos, siendo él mismo un dios, lo supo hacer!

A la sazón de mis diez años, un día, regresaba, solo, desde la Playa del Muelle, por la calle Real, con dirección a la calle de Garachico, a comer; llevaba en la mano la toalla, el bañador, y unas gafas de mar blancas. Me había comprado, un momento antes, un mantecado de los que vendían en uno de los dos carritos de helados que solían estar al salir de la playa, entre la churrería y el chorrito del agua. Al llegar a la altura de La Cuesta de Matías, bajaba por ella una persona que veía por primera vez, y, que desde ese mismo momento me ha acompañado durante toda mi vida, como si de un ángel se tratase.

Cuando llegó a la altura mía, me dice (hablaba como los ‘matas’ del Chicharro): “Pibe, ¿me prestas esas gafas blancas que tengo que coger unas lapas para la Vieja?” Sin pensármelo, yo, el pibe, se las presté. Aquellas gafas blancas de buceo, ‘Champions’, que ponían ‘made in France’, hicieron que, otra vez, me reencontrase con otro gran viejo amigo del alma.

Al par de semanas, me lo encuentro en el estreno de una película en el Parque de Recreo (él iba a todos los estrenos). Pibe, me vuelve a decir, las gafas blancas, de mar, se me perdieron, estaban sobre una roca, vino una ola y se las llevó; me tiré al fondo del mar, y no hubo manera. “¿Cuánto te costaron?”, me preguntó, y me dio el dinero.

La diferencia de edad entre los dos, la de aquel año (ahora por su descubrimiento de la cuenta hacia atrás del tiempo, yo soy mayor que él) no impidió lo que podría parecer imposible: el que nos hiciéramos amigos de entrada. Empezamos a construir desde aquel momento la pirámide de nuestra amistad ¡Aquella fue la primera gran piedra!

El Alberto que bajaba la Cuesta de Matías aquel mediodía, era el Alberto que acababa de licenciarse del cuartel, se había apuntado, hacía poco más de tres años, de voluntario, a la Legión Paracaídista. Una Bajada de La Virgen, en la que trabajaba de pastelero en la Dulcería Nelly, cuando esta estaba en la Calle Trasera, vio una exhibición de paracaídistas que andaban haciendo proselitismo. Alberto no duda en desapegarse de su creencia de pastelero, de entonces, y cambia de religión. Busca su vida un poco más arriba de la tierra, desde donde siempre ha mirado la vida, en el cielo terrestre, el que iba a ser parte de su hogar durante tres años.

En el discurrir de su experiencia militar, no tuvo nunca un arresto, nos ha comentado siempre muy orgulloso. Yo soy un tipo legal, correcto, nos añade siempre. Hizo casi mil saltos, sin incidencias, salvo el accidente de Alcantarilla (Murcia) y el de Gando (Gran Canaria). En el de Alcantarilla murieron muchos de sus compañeros, hasta el Capi, el Capellán, al que no se le abrió el paracaídas y sacó petróleo. Alberto suele darle, a veces, un tinte de humor compasivo a lo más trágico. En el otro accidente, en el de Gran Canaria, su paracaídas cayó en medio de una platanera, ocasionando destrozos en la finca. Alberto estaba cortando el paracaídas para poder ir con él al punto de encuentro de la compañía; si no regresabas con él te ibas para el castillo; cuando aparece el dueño de la finca, en frente de él, que le viene para encima con un machete en la mano, amenazándolo y diciéndole que le tiene que pagar el daño ocasionado en las plataneras, nuestro querido legionario saca la metralleta y le increpa al quejoso platanero: “A mí, déjeme tranquilito. Váyase a cobrarle al capitán, que está allí”. Hizo saltos Alberto en el África y en el continente, en Alemania y Francia, en ellos, desde el avión hasta tierra, aprendió un poco del idioma de esos dos países, aunque chapurreado, como él dice.

Resumiendo su vida militar, fue un legionario ejemplar. Sus últimos meses de paracaídista estuvieron marcados por el dolor del recuerdo de sus compañeros muertos en Alcantarilla, a los que tuvieron que recoger del suelo con palas. Poco antes de licenciarse, el capitán le propone ascenderlo y reengancharse. Hoy hubiese sido coronel retirado, pero él le contesta que en la casa de sus papás, con un plátano y un pan duro se podía vivir. Esta respuesta me recuerda a la que le dio Diógenes a Alejandro Magno, cuando le propuso riquezas, y le respondió que se apartase por favor, que no le dejaba ver el sol. Diógenes es aquel mismo que decía, cuando iba al mercado, que qué feliz se sentía de no necesitar nada de lo que le querían vender. También me recuerda la respuesta de Alberto al capitán, a Francisco de Asís, cuando decía que el secreto de la felicidad era necesitar poco, y lo poco que necesitases, necesitarlo muy poco. La vida de Alberto, en general, me recuerda a esas dos personas de la historia, libres y lúcidas. Alberto es libre, lúcido, y limpio de corazón, como ellos.

Tras licenciarse, regresa a La Palma, donde se deja crecer la mata y el bigote, al estilo de un cantante del momento, que vino a competir en el Festival de la Canción del Atlántico, en el Puerto de La Cruz, con la canción ‘Lucky, Lucky’, Giorgio lo llamaban, como después empezamos a llamar a Alberto, por el gran parecido físico entre ambos. Nuestro Giorgio también canta, sus dos canciones preferidas son ‘Devora’, que es media composición suya, y ‘Tira de la verga, de la verga voy tirando’, que tiene muchas aportaciones personales suyas, y con la que es muy exigente cuando lo acompañamos a cantarla, porque no sabemos estar a la altura de sus improvisaciones. Siempre iba vestido, en aquel entonces, con camisas del cocodrilo, pantalones vaqueros Lee, cinto negro o blanco, mocasines de charol negro y calcetines blancos.

Tenía la costumbre de estar de pie en la Plaza de España, en frente de La Alaska, sobre la una de la tarde, y sobre la una y media, dos menos cuarto, en la puerta de la misma cafetería. Una de las chicas más guapas y de mejor corazón de Santa Cruz de La Palma, bajaba, sonriendo y con su cuerpo lleno de alegría, todos los días laborales desde el cruce de la Calle Real con el Puente, desde una de esas dos esquinas, por la acera de la Plaza de España, hasta Correos, y luego, a la inversa, pero por la otra acera. Giorgio, que siempre dice de sí mismo que no se enamora nunca (lo que en su lenguaje quiere decir todo lo contrario, que se enamora, y mucho), conocía de este ritual, y esperaba todos los días a verla pasar por delante de él, en cada una de las dos aceras. Cuando más cerca tenía a su Diosa, la miraba a los ojos y le decía con voz musical: “Rubia”. La Diosa de buen corazón, a la que siempre le acompañaba la sonrisa, lo miraba, y le sonreía un poco más.

Estos recuerdos tienen muchos años, unas veces me parecen muy próximos, otras, muy lejanos, pero siempre tiernos. Alberto, ‘Giorgio’, cumplió este año, otra vez, un año menos, veintidós, el viernes pasado día diecisiete. Es el hombre que ha tenido la grandeza de saber parar el tiempo, y saberle dar marcha atrás, la cuenta hacia atrás, como dice él ¡Ni Kronos, siendo el mismo un dios, lo supo hacer! Que yo sepa, solo lo ha sabido hacer él, el paracaídista de los huevos de bronce, como le gusta también llamarse, por lo del coraje que tuvo en hacer casi mil saltos.

Otro día os seguiré contando más cosas de nuestra buena amistad, que son muchas, y que nos llevarán al cielo de la eternidad a él, y a todos nosotros, sus amigos del corazón.

Abrazos por El Lado del Corazón. Salud y Alegría Interior.

Las Cosas Buenas de Miguel

 

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