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No hay porqués para la guerra

Lucía Rosa González

Cuando era chica oía a mi madre decir con frecuencia: “Ya empezó la guerra”. De esta forma manifestaba su malestar, previo a la reprimenda, cuando presenciaba las disputas entre hermanos, pues resolvíamos jugar antes de raspar (quitar las púas) las pencas que saciaban la sed de nuestras cabras.

En la escuela, había dos equipos de brilé. Cada día en los recreos descargábamos nuestra agresividad competitiva con el equipo rival dándonos recíprocos pelotazos tan fuertes en los que alguna vez la sangre me chorreaba a borbotones, barbilla abajo, debido a que mordía la lengua mientras cogía carrerilla para lanzar la pelota hacia mi contrincante.

La entrañable maestra tan conciliadora decía: “Esto no puede seguir así; esta guerra hay que arreglarla de otro modo”. Pero a los dos minutos, nos sentábamos unas con otras rebañando en el vaso los restos de leche en polvo con la que la escuela pública nos obsequiaba. No recordábamos el festín de pelotazos en la competencia deportiva, solo la sabrosa merienda del recreo. Ya en el aula, apreciábamos la capacidad óptima que ofrecen las palabras para solucionar tales conflictos.

Cómo descubrí qué era la guerra.

Es un concepto que me persigue desde la infancia. Porque veía a mi madre amamantar a mis hermanos rociando chorros de leche sobre mí que miraba embelesada cómo mi hermano, ya con dientes, mientras sorbía con voracidad, contribuía a agrandar las fisuras en los pechos agrietados de mamá. ¡Bonita guerra por la supervivencia!, decía ella. O no decía.

Y esa era la guerra que yo en dicho momento identificaba.

Aún en primaria me sorprendió que tuviéramos que estudiar el hecho escabroso de soldados que a pie o montados a caballo se entretenían en lo que llamaban campos de batalla introduciendo en los cuerpos de “los enemigos” armas de todo tipo. Sin saber a cuento de qué. Los razonamientos eran nimios. El ansia de poder. Un trocito de tierra. Y a todo esto los jefes de la guerra, los que la ocasionan, los que inician las hostilidades, sentados en sus despachos de madera noble. Eso era la guerra.

Y quien mejor inflija los castigos al adversario es quien obtendrá la victoria. Ah, y se les llamará héroes.

No lo entendía. ¿La organización del mundo está enfocada a volvernos serviles, a permanecer en la neutralidad o a dominar al resto de la ciudadanía?, pensaba exhausta con el libro de historia cayéndoseme de las manos antes de dormir. 

Supuse que con el paso del tiempo ese tipo de enfrentamiento sería algo anacrónico y extinto. Creía en los ideales de la humanidad con una ingenuidad esperpéntica. Que en el futuro el mundo cambiaría. Todavía no se había acuñado para la escuela el término diversidad. Sin embargo, sí el de valiente para la guerra.

Estoy en absoluto desacuerdo con la definición que ciertos respetables filósofos ofrecen de la guerra incluso describiéndola como divina ya que está por encima de la voluntad de los contendientes. Un insulto a la vida. Sin comentarios.

Desde los conflictos de la guerra de Troya contada por Homero, las guerras han sido constantes, azotando distintas zonas del planeta. Si es difícil asumir que en un país se enfrenten dos bandos para acabar en una atroz dictadura franquista, tan complejo es entender que una segunda guerra mundial sea encabezada por un personaje nazista, cuyo nombre no quiero pronunciar, que imponía su voluntad a los demás, un sujeto loco que sucumbía ante las anfetaminas consumiéndolas a destajo y animando a sus súbditos a ingerirlas y que conseguía sin receta de una manera más fácil que el café para sobreponerse. Porque sí o no había que triunfar siguiendo las patrañas de un exaltado jefe matón. Magnicida de la humanidad.

Aquí no acaba nada. Ante las noticias recientes sobre la guerra, mi memoria registra la escena del amamantamiento. La sonrisa de gioconda de mi madre alimentando a un bebé para que sus piernas ágiles pudieran recorrer vertiginosas las veredas de la isla, agarrar con sus manitas las papas de la huerta, saborear los nísperos, disfrutar de los cuentos y las cosas, del aprendizaje, de la facultad de la palabra y de las opiniones. 

Si vamos a la guerra a enfrentarnos contra alguien a quien también su familia amamantó, el acto del amamantamiento en sí es un acto fallido. ¿Nos criamos para ser asesinados en un campo de batalla? En pocas palabras, sí. Porque si sí o si no, de un modo u otro, hay que aprender a gestionar el miedo de que llegue en un flash el hecho bélico que vulnera el derecho humano a la vida.

Quién sabe. Todo está tergiversado. Hasta hemos llegado a oír que EEUU perpetró un ataque a sí mismo atentando contra las torres gemelas. Qué disparate. Y la última. Gana las elecciones en EEUU un líder salvaje que reivindica la fuerza, un empresario hortera, machista y xenófobo en contra de su competidora, una mujer culta y preparada. Imposible prever las consecuencias de esta irracional victoria. ¿Qué puede llegar a suceder?

Porque los motivos bélicos están disfrazados. Desde épocas ancestrales la historia se narra como una sucesión indefinida de guerras, cuyas causas nos las presentan camufladas. Déjennos cruzar el país, por favor, le pidió con mala calaña Napoleón al monarca español de turno a mediados del siglo XVIII, cuya intención no era más que ocupar el territorio.

Esa es otra. Ocupar. Ponerse en el lugar de alguien que antes estaba y que ya no está porque hay un ser poderoso que se adueña del lugar de otro más débil. Son almas desalmadas. No se resignan con dominar su entorno sino que ansían el mundo. Busca sobre ellos información en internet y te sorprenderán mil entradas o más que refieren sus heroicidades; sin embargo, nos hemos olvidado del nombre de la generosa matrona que después de asistir a mamá en el parto, en casa, le aplicaba calentitos emplastos de arcilla y manzanilla para restañar las heridas en los pezones dañados de sus pechos después de amamantar.

Perdonad mi indiscreción, si no se hubieran relatado las guerras, los libros de historia se hubieran reducido a unas pocas páginas; quizá, la armonía social se hubiera instalado en el subconsciente del alumnado en detrimento de armas o soldados. 

En conclusión: ¿las generaciones futuras seguirán estudiando las guerras? Quienes  defienden tales planteamientos arguyen que no se debe ignorar su existencia despiadada en el pasado para evitar que se repita en el futuro. Hasta hoy, no ha servido de nada. Por poner un ejemplo actual de guerra macabra, ¿qué tipo de argumentos se le presentan al alumnado sobre los bombardeos en Siria contra un convoy humanitario, cuando un día más tarde del ataque fatídico uno de los contendientes justifica pues atribuye a un error? ¿Cómo les transmito, el día de mañana, esta insensatez a mis nietos?

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