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A la sombra del Mibal

Miguel Jiménez Amaro

Él y su guitarra vivían a la sombra del Mibal Roble. Tenía un acuerdo con Las Cosas Buenas de Miguel, que le llevasen a su casa, todos los lunes, cinco cajas de este Ribera del Duero hecho en Roa, Burgos, por la familia Hornillos Ballesteros. Él no conocía la preocupación, porque siempre vivió despreocupado. Tampoco sabía lo que era pasar una noche sin dormir por culpa del insomnio, o de algún problema. Por eso, desde que se despertaba, miraba a su guitarra, algo cansada, y le preguntaba qué iban a hacer ese nuevo día. Él solo sabía de reír y parrandear con los amigos, al mismo tiempo que ser un buen y alegre marido y padre.

Se desayunaba, daba un paseo por los alrededores de la casa, y hacía únicamente lo que más le gustaba, las cosas del campo. Por ello estaba siempre de muy buen humor, con su familia,  sus hijos y sus amigos. También con sus tíos, -él era el único sobrino de ellos-, que le sustentaban aquel su buen vivir gracias a una fortuna hecha en Cuba. El resto del día se lo dedicaba a la guitarra y al Mibal Roble.

Le gustaba más vivir en la residencia  de campo de la familia, en Las Breñas. Y a sus tíos, les gustaba seguir llevando los negocios desde su palacete en la calle Real. Murieron sus tíos al mismo tiempo, en un accidente de tráfico en frente del Dos de Copas, en Las Manchas, regresando de La Banda. Él no tuvo ningún problema con la herencia pues era el único heredero, y sus tíos se procuraron de dejarle el camino allanado.

Sintió con muchísimo dolor la muerte de sus tíos, pues en realidad habían sido sus padres, desde la muerte de ellos, - ¡otro accidente, pero en Cuba!-, cuando él era muy niño, un poco antes de querer regresar las dos familias a La Palma. Sus tíos se preocuparon de ser sus padres, y se vinieron con él de regreso a la Isla.

Él no tuvo nunca interés en los negocios familiares, más bien los rehuía. A la muerte de sus tíos tuvo que empezar a relacionarse con ellos, empleados, tiendas, proveedores, fincas, bancos. Y, a aquel hombre, al que lo que más le gustaba en la vida era vivir a la sombra del Mibal Roble, se le fue extinguiendo la sonrisa, la alegría, las ganas de tocar la guitarra, y las parrandas  con los amigos.

Cuando entró al banco, era la primera vez que lo hacía, el director lo había llamado para decirle  cuál era el estado de las cuentas de sus tíos, -cuentas de él en aquel momento-, le entró un pánico de película al saber la gran cantidad de dinero que tenía, y la responsabilidad, que según le parecía a él, que aquello conllevaba.

Al bajar las escaleras del banco y llegar a la calle Real, la figura de aquel hombre parecía la de otra persona, tanto que los amigos, sus fieles amigos, cuando se cruzaban con él, de camino a su oficina, no lo reconocían. Como le ocurrió a su perro cuando llegó a la casa, que casi no lo deja entrar. Más tarde, dijo alguna vez, que ese había sido el día más triste de su vida, el que supo cuánto dinero en realidad tenía. Ese mismo día, en su casa, no pudo comer. Se sentó en el comedor, pero no pudo ni coger los cubiertos. Por la noche, durante la cena, le volvió a ocurrir lo mismo. Y cuando, después de escuchar la radio se fue a acostar, no durmió durante toda la noche.

Al día siguiente, durante el desayuno, no acertó a llevarse bocado a la boca. Durante todo el trayecto desde su casa a la oficina iba repitiendo la misma frase, y así durante los tres primeros meses después de que muriesen su tíos: “¡Qué pobre me ha hecho el saber todo el dinero que tengo!”.

En muy poquísimo tiempo pasó de ser un hombre tan inconscientemente feliz a conscientemente desgraciado. Y lo peor de esto era el saber que su fortuna iba creciendo a diario, es decir, que su pobreza espiritual, si no se ponía remedio, iría en aumento, por mucho que siguiese yendo a misa y confesándose, cosa que cuando era feliz, nunca sintió la necesidad de hacer.

Un día, comulgando, se había hecho un hombre de comunión diaria, tomó delante del mismo cáliz la determinación de matarse. Bajó los escalones de la Plaza de España, entró en su casa, ya sabía que muerte quería antes de subir los escalones. Bajó al sótano, se enredó la soga al cuello, se subió a la silla, y cuando iba a saltar de ella, escuchó su guitarra, tocada por su hija, que rasgaba la misma canción que su madre le cantaba a él en Cuba todas las noches, y que mas tardé él cantó a su hija.

Miró para el suelo y vio todas las cajas de Mibal Roble que había dejado de beber desde que supo, en el banco, el tamaño de su inmensa fortuna. Se quitó la soga del cuello, empezó a sonreír, aunque la rigidez de su mandíbula se lo impedía, pero acabó sonriendo del todo. Subió los escalones de la casa hasta llegar al cuarto en que su hija tocaba la guitarra, el dormitorio de él y su mujer. La hija vio entrar al mismo hombre, al mismo padre, que le cantaba aquella canción de niña y de mayor. El padre la besó como entonces, y le comentó lo que había ocurrido en el sótano.

Nuestro personaje de hoy tuvo una vida larga y feliz, es decir, vivió nuevamente a la sombra del Mibal Roble, y posteriormente a la del Mibal Selección. Su hija, que actualmente vive en Venezuela, vino a pasar las Navidades pasadas en la Isla. Este fin de semana quiso llevarles unas flores a sus padres en el cementerio. Antes de hacerlo, quiso pasar por Las Cosas Buenas de Miguel con su marido, para también llevarles a la tumba seis botellas de Mibal Selección,  beberse otras seis con nosotros, y contarnos esta historia que acabáis de leer.

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